viernes, 28 de marzo de 2014

CRONICA DEL HOMENAJE A BLAS DE LEZO EN SEVILLA

HOMENAJE A BLAS DE LEZO Y OLAVARRIETA EN SEVILLA

 

“… dile a mis hijos que morí como un buen vasco, amando y defendiendo la integridad de España y del Imperio. Gracias por todo lo que me has dado mujer (…) Fuego, fuego, ¡Fuego!” 

  y así como reza la lápida en el monumento al Almirante Blas de Lezo (1689-1741) arrancó el homenaje que en Sevilla se tributó al gran marino vasco. Un tributo en el que aún falta por sumarse el Ayuntamiento hispalense que sigue sin responder ni acusar recibo de la petición que en ese sentido le hizo llegar la Asociación de Caballeros Mutilados de los ejércitos acompañada de innumerables adhesiones de relevantes personalidades del mundo de las artes, la cultura y la Defensa.
 


También en esta ocasión el salón del centro Cultural de los Ejércitos de Sevilla fue un punto de encuentro para la gente de la cultura, la Universidad y del ámbito militar de la capital. La novedad vino de la mano de la destacada presencia del cuerpo diplomático en la ciudad representado por su Decano y del cónsul de Colombia. 
 
Otra nota alentadora fue la elevadísima asistencia de jóvenes a los que la figura de Blas de Lezo le había sido tan robada como lo había sido de la Enciclopedia Británica, obra en la que no es infrecuente el silencio ante las batallas perdidas por los británicos como la que protagonizó este almirante español.

Don Juan María del Pino, presidente del Foro Sevilla Nuestra

 El acto fue presentado por Juan María del Pino que hacía de anfitrión al autor de la novela “El héroe del Caribe” (Ed. LibrosLibres) y a la Asociación Cultural Blas de Lezo representada por su secretario, Julio de Santa Ana.
Junto al cuerpo consular se encontraba el presidente de Ademán, Javier Compás, y los representantes de las asociaciones Fernando III y Foro Sevilla Nuestra. 
Las tres asociaciones se habían adherido al acto y los asistentes llenaban un salón que se quedó pequeño para homenajear a este español tan grande en sus hazañas como desconocido para la Historia. El Ayuntamiento de Sevilla, igual que lo han hecho ya otros municipios y comunidades puede contribuir a paliar este injusto olvido rotulándole la calle que hace tiempo se le pidió.











viernes, 21 de marzo de 2014

Una nueva revista de poesía en Sevilla siempre es una buena noticia


La historia de la literatura del último siglo es inseparable de la de las revistas que fueron aportando nuevas voces y aglutinando movimientos. Sevilla ha tenido algunas emblemáticas, como GreciaMediodía o, más recientemente, Renacimiento.
Recuperando esa tradición en un momento en que tantas han desaparecido, el CICUS (Centro de Iniciativas Culturales de la Universidad de Sevilla) pone en marcha Estación Poesía, una revista cuatrimestral en papel (también disponible en la red) en la que poetas, traductores y críticos sevillanos, sean de la comunidad académica o no, compartirán espacio con los mejores autores del panorama poético español e internacional.
Dirigida por el escritor Antonio Rivero Taravillo, en este primer número colaboran, entre muchos otros, Felipe Benítez Reyes, Piedad Bonnett, Juan Lamillar, Erika Martínez y Jesús Aguado, además de una larga lista de poetas que, pertenecientes a generaciones distintas y estéticas diversas, tienen como denominador común la excelencia.

miércoles, 19 de marzo de 2014

SOBRE OLAGÜE Y LA UNIVERSIDAD ACTUAL



Corría el año 2006 cuando en el transcurso de una mesa redonda sobre la Ley para la Recuperación de la Memoria Histórica, incluida en el programa de la X Universidad de Verano de la Fundación José Antonio, tuve que defender la figura del arabista Emilio González Ferrín de los ataques de un participante que le denostaba por poner en duda las interpretaciones historiográficas más extendidas sobre la conquista islámica de la Península Ibérica.
Como manifesté en aquella ocasión, González Ferrín, con quien había compartido un apasionante viaje a Marruecos al que he rendido reciente homenaje en mi novela Once nombres de mujer, no tenía otra culpa que la de suscribir la tesis enunciada por Ignacio Olagüe en su obra La Revolución islámica en Occidente.
Cabe recordar que Ignacio Olagüe (1903-1974), intelectual próximo al nacionalsindicalismo de primera hora, lanzó a fines de los años sesenta del siglo pasado una revolucionaria tesis por la que la invasión musulmana de la Península Ibérica en la Alta Edad Media no fue tal, sino un proceso combinado de aculturación y emigración, en el marco de la descomposición de la monarquía visigoda, desgarrada ideológicamente por la lucha entre un catolicismo trinitario y un arrianismo unitario que serviría de puente para la islamización de la población peninsular. 
En aquella mesa redonda, nunca imaginé que casi ocho años después sufriría en mis propias carnes públicas descalificaciones por el mismo “pecado” cometido por González Ferrín. 
Descalificaciones que han llegado a mis oídos gracias a una llamada del arqueólogo Luis Iglesias, que me puso sobre aviso de las durísimas páginas que me dedica el profesor de Historia Medieval de la Universidad de Huelva Alejandro García Sanjuán, en su estudio La conquista islámica de la Península Ibérica y la tergiversación del pasado.
El profesor García Sanjuán, a quien conocí personalmente cuando ambos éramos unos simples becarios de un extinto plan de formación del personal bibliotecario de la Universidad de Sevilla, se permite en su obra mi pública crucifixión, atribuyendo indebidamente una serie de propósitos a una reseña literaria que publiqué en la lejana fecha de enero de 2005 en la prestigiosa revista de fomento de la lectura Mercurio: Panorama de libros en Andalucía.
En las páginas de su ensayo, el profesor García Sanjuán, que en un colosal ejercicio de desmemoria afirma ignorar mi perfil profesional, me sitúa entre los partidarios del “negacionismo” propugnado por Olagüe, proclama con jactancia no haber leído una sola de mis publicaciones, me describe como “aficionado e indocumentado” y me acusa de ocultar la ideología política de Ernesto Giménez Caballero y Ramiro Ledesma Ramos, amigos de juventud de Ignacio Olagüe y a los que me refiero, según sus palabras, “con deleite”.
Debo decir, en honor a la verdad, que contrariamente a lo afirmado por García Sanjuán, jamás he hecho mía la tesis de Ignacio Olagüe, sobre cuya veracidad estoy lejos de poder opinar con rigor al no ser especialista en el período medieval. Debo aclarar al profesor García Sanjuán que la reseña que le ha servido  para lucirse a mi costa fue un encargo profesional para la promoción del libro de Olagüe, por lo que mis elogios al mismo, de los que no me desdigo en una sola coma por cierto, estuvieron siempre condicionados  por dicha finalidad, sin que hubiera por mi parte la menor intención de inmiscuirme en una polémica historiográfica propia de medievalistas.
No me gustaría cerrar este escrito sin informar al desmemoriado García Sanjuán que, contrariamente a la supuesta condición de aficionado e indocumentado que me atribuye, soy autor de diversos artículos de investigación sobre los períodos de la Dictadura de Primo de Rivera y la Segunda República, al alcance de cualquier especialista en dichas materias. En uno de ellos me refiero precisamente a Ledesma Ramos y Giménez Caballero, cuya ideología política es tan conocida que es irrisorio pensar que haya pretendido ocultarla y de quienes, efectivamente, escribo con deleite, ya que son personajes de una talla intelectual que ya quisieran para sí algunos investigadores universitarios de nuestros días que dedican parte de sus tesis a elucubraciones carentes del menor sentido.

Antonio Brea

jueves, 13 de marzo de 2014

Dionisio Ridruejo llega al teatro

La "cabalgada" democrática del franquista Dionisio Ridruejo llega al teatro

lainformacion.com
miércoles, 12/03/14 

El dramaturgo Ignacio Amestoy glosó hace tres décadas la figura de Dionisio Ridruejo, poeta falangista y jefe de Propaganda de Franco que acabó siendo uno de los primeros políticos de la Transición, una "cabalgada" hacia la democracia que llega ahora como espejo para políticos y "teatro comprometido".
 

Madrid, 12 mar.- El dramaturgo Ignacio Amestoy glosó hace tres décadas la figura de Dionisio Ridruejo, poeta falangista y jefe de Propaganda de Franco que acabó siendo uno de los primeros políticos de la Transición, una "cabalgada" hacia la democracia que llega ahora como espejo para políticos y "teatro comprometido".
Amestoy (Bilbao, 1947) ha explicado hoy en la presentación de la obra "Dionisio Ridruejo. Una pasión española", dirigida por Juan Carlos Pérez de la Fuente y que se representará en el madrileño Teatro Valle-Inclán, del 14 de marzo al 13 de abril, que la figura de Ridruejo le interesó como medio de "prospección" de la historia de España.
"Tenemos una sociedad civil muy débil, eso se refleja en la educación: no conocemos nuestra propia historia y recuperar el conocimiento de personajes como Ridruejo nos puede vertebrar como país", ha añadido Amestoy, que ha recordado también que "no se puede explicar la historia de los vascos sin España", un tema al que ha dedicado una decena de sus 22 obras teatrales, como "Ederra".
El poeta, que creyó en la bondad de la Falange, a cuyo himno aportó los versos "volverán banderas victoriosas/ al paso alegre de la paz", quien formó parte de la División Azul, quien ya en 1956 fue detenido por apoyar a movimientos estudiantiles y en 1962 asistió al Contubernio de Munich de la oposición a Franco, es un ejemplo de que la "conversión" es posible, ha apuntado Amestoy.
La acción de la obra, en la que el dramaturgo ha querido fundir "el teatro ritual y el documental", tiene lugar el 28 y 29 de junio de 1975 en una residencia militar en la que un coronel del ejército español se entera de que su admirado compañero Ridruejo acaba de morir.
Tres momentos históricos se integran "en esencia" en ese apartado documental: el mitin que Ridruejo dio en Valencia en 1940 ante doscientas mil personas; la carta que dirigió a Franco a su vuelta de la División Azul en 1942, en la que se quejaba del alejamiento del Régimen de los valores falangistas; y el discurso que pronunció para anunciar la Unión Social Demócrata Española, en 1974.
Una formación política que contó con el apoyo de figuras como Juan Benet, Antonio Buero Vallejo y Francisco Fernández Ordóñez, ha recordado Amestoy, para quien, de haber vivido, tal vez Ridruejo hubiese sido "la persona adecuada en la decisión del Rey para encabezar un gobierno democrático" en la Transición.
Pérez de la Fuente vuelve a la que fue su casa -dirigió entre 1996 y 2004 el Centro Dramático Nacional, del que depende el Teatro Valle Inclán- con este ejemplo de "teatro comprometido" en un momento en el que "muchos políticos son capaces de defender a sus jefes en cualquier circunstancia", ha dicho.
"La primera vez que cantamos el 'Cara al sol' en los ensayos hubo un escalofrío general", ha añadido Pérez de la Fuente, para quien la obra llega en un momento ideal para que los políticos la vean y "se den cuenta de que se puede cambiar de rumbo, cuando el camino no es el adecuado".
La "dificultad" de llevar al texto toda esa carga documental se hace sin el personaje de Ridruejo sobre las tablas y pivota sobre la trama "ritual" de cinco militares, interpretados por Ernesto Arias (coronel Arenas) Jesús Hierónides (comandante Castro), Paco Lahoz (general Castillo), Nerea Moreno (enfermera) y Daniel Muriel (capitán Alonso).
Arias, que interpreta al personaje principal, el coronel Arenas, ha dicho sentirse "deslumbrado" por la figura de Ridruejo, que "abandonó el franquismo", cuando se dio cuanta de que "se había olvidado el bienestar del pueblo", y prefirió "seguir los dictados de la conciencia antes que a Franco, igual que ahora se sigue al partido con la obediencia debida".
En el coronel Arenas se ejemplifica también "a toda esa gente sometida por las dictaduras que desean libertad y justicia, pero no se ven con fuerzas para luchar contra ellas", ha añadido Amestoy.
Daniel Muriel, que interpreta a un joven capitán de la Unión Militar Democrática, ha explicado a Efe que esta función es "muy necesaria" y también "interesante" para los más jóvenes, porque refleja a "una figura heroica e íntegra".
"Conocemos a Gooebels y no a Ridruejo, que fue la mano derecha de Franco. No somos nada generosos con nuestra propia historia, porque tal vez nos avergüence un poco y deban pasar unos años hasta que se estudie plenamente en lo colegios", ha añadido Muriel.
El director del Centro Dramático Nacional, Ernesto Caballero, ha dicho que "Dionisio Ridruejo. Una pasión española" cuadra con el creciente interés del público "sobre lo que hemos sido y lo que queremos ser" y ha situado la obra en un terreno de "reflexión" propio de la dramaturgia, ya que, a su juicio, "el teatro falla cuando se hace para convencidos".
(Agencia EFE)

lunes, 10 de marzo de 2014

El toreo, de esmoquin. Por Antonio Burgos

Antonio Burgos 



El toreo, de esmoquin
 El 11 de diciembre de 1944 los intelectuales españoles rindieron un homenaje a quien entonces era el máximo héroe popular. Un torero. Manuel Rodríguez "Manolete". Como una figura de El Greco vestida de luces, que recibía a los toros por alto con el laconismo militar de aquel estilo: como un saludo a la romana con la muleta. El homenaje consistió en una cena de gala en el restaurante Lhardy de Madrid. Historia sobre la Historia. En el restaurante histórico, media Historia del Toreo en el siglo XX y los autores de la mejor prosa que se escribía en una España de postguerra no tan triste como ahora la pintan, pues para ellos era el paso alegre de la paz en una primavera que volvía a reír. De aquella cena de gala hay una foto famosa. En torno a Manolete están Cela, Pemán, Víctor de la Serna, Agustín de Foxá, Adriano del Valle, Pedro Mourlane Michelena, Rafael García Serrano... Al fondo de la foto parece que resuena el arte mayor, la Poesía rendida ante el Toreo, como una premonición de los alejandrinos que Agustín de Foxá habría de escribir tras lo de Linares: "Yo saludo al torero más valiente del ruedo./Yo saludo en ti a Córdoba, olivares y ermitas,/que le dio esa elegancia de califa sin trono,/de Almanzor que no vuelve, que es desdén y nobleza." 
Y como una costumbre de etiqueta que ya sólo se mantiene en la cena de los Cavia en la Casa de ABC, todos los escritores que aparecen en esa fotografía visten riguroso esmoquin, con blanca camisa de pechera dura y corbata de lazo. Todos, menos uno. Todos menos Manolete. Manolete va de uniforme. Manolete va con el uniforme del cuerpo al que pertenece. Va vestido de torero. ¡Y qué torero! Manolete va con su traje corto campero, con su camisa de chorreras con botonadura de piedras preciosas. Y sin corbata. Ni de lazo ni de nudo. Sin corbata, como los hombres del campo andaluz cuando van al pueblo para el día de la Patrona. Con el botón del cuello de la camisa muy abrochado. Pero chorreando señorío y torería. Derramando la misma "elegancia de califa sin trono" con que Agustín de Foxá habría de recordarlo desde aquella noche.

Yo me he acordado ahora de aquella fotografía del homenaje de los intelectuales a Manolete en Lhardy. Con ocasión de algo que me tiene perplejo: la moda de que los toreros presenten su temporada, como si fuera un modelo nuevo de coche o el premio Planeta. Hasta ahora, en el toreo, ni las figuras sabían cómo se iba a presentar para ellos la temporada. Dependía de cómo arrancaran en Castellón, en Valencia, o luego en Sevilla y en San Isidro. Los toros traían cortijos en sus lomos... o teléfonos que no sonaban en casa del apoderado. Según. Ahora no.

Ahora las figuras no sólo saben cómo se les presenta la temporada, sino que encima te la presentan: "Aquí mi remporada, aquí la afición". ¿La afición? La afición huye de las plazas ante este toreo de diseño asistido por ordenador. Sin alma. Sin torería. Sin paladar.

Así que el uno presenta su temporada en el Círculo de Bellas Artes (que no es mal sitio, ahí tiene que estar el toreo, entre las Bellas Artes) y el otro presenta su temporada taurina como si fuera un disco de David Bisbal: con un festorro en el Joy Eslava, ¡arsa pilili! Y la presenta vestido de esmoquin. Todo el famoserío y el canallerío al uso madridí está allí en la fiesta vestido de particular, pero el torero presentante va de esmoquin. ¿Es acaso un intelectual que le va a rendir homenaje a Manolete con retraso? No, es el triste símbolo de cómo está el toreo.

Los toreros antes se vestían de toreros y se casaban de corto y con botos camperos. Ahora se casan de chaqué y organizando desfiles de máscaras con chisteras. Y presentan su temporada de esmoquin. Al toreo le han quitado el traje corto y lo han vestido de esmoquin y de chaqué. Y encima quieren que se llenen las plazas. ¡Tequiyá con el cuento del esmoquin!



Artículo publicado en ABC el día  9 de Marzo de 2014

domingo, 9 de marzo de 2014

Cubistas en el Museo de Sevilla.

Desde el 7 de Marzo hasta el próximo 29 de Junio, en la sala de exposiciones temporales del Museo de Bellas Artes de Sevilla, permanecerá la muestra Colección Cubista de Telefónica, una cita ineludible no sólo para todo aficionado a la pintura, sino para cualquier persona con un mínimo de inquietus cultural. Por primera vez en Sevilla se realiza una exposición pictórica de una de las étapas más importantes de las vanguardias de la primera mitad del siglo XX, por lo cual hay que felicitar a su actual directora, Valme Muñoz Rubio, quién no tiene ciertamente una tarea fácil, pues es una misión importantísima llevar una nave tan valiosa para el Arte y lidiar con la dificultad añadida del cruce de administraciones, nacional y autonómica, en la gestión del Museo.
La exposición sobre el cubismo, aunque carece de obras de los considerados sus dos fundadores, George Braque y Pablo Picasso, si cuenta con algunos de sus principales representantes, para mí, su mejor exponente, el español Juan Gris, y una artísta que debería tener mayor reconocimiento en la Historia del Arte, María Blanchard. Destacar también el eco en pintores hispanos que recogen la influencia del movimiento, como el onubense Vázquez Díaz, que nos recuerda en el caserio que muestra en su obra expuesta, los volúmenes premonitorios de Cézanne, o los increibles cubiertos de la naturaleza muerta del brasileño Vicente Do Rego Monteiro, que flotan en un cromatismo casi mágico que nos transporta al misticismo de los austeros bodegones de Zurbarán.
Javier Compás

sábado, 8 de marzo de 2014

Leopoldo María Panero, punto y final

El escritor Antonio Rivero Taravillo nos recuerda a Leopoldo María Panero, recientemente fallecido.

Ha muerto Leopoldo María Panero. Ha sido una semana luctuosa para la poesía española dentro de un comienzo de año particularmente fúnebre en lo que hace a la escrita en nuestra lengua, pues se ha llevado, con guadaña afilada a cada poco, a Juan Gelman, José Emilio Pacheco, Fernando Ortiz y Félix Grande. Ana María Moix, antigua amiga de correrías, moría pocos días antes que él, de forma que de repente el grupo incluido en la influyente antología de José María Castellet (también recientemente fallecido) Nueve novísimos poetas españoles ha tenido dos bajas (con la de Manuel Vázquez Montalbán, un tercio ya de aquella nómina).
         Pero además de a los novísimos, también pertenecía el recién desaparecido a otro grupo de poetas: el de su propia familia. Poeta fue su hermano Juan Luis (muerto hace pocos meses), y poetas su padre, Leopoldo, sobre el que luego volveré más detenidamente, y su tío Juan, fallecido en 1937 en accidente de carretera y que los lectores de Luis Rosales, amigo suyo, recordarán porque el granadino lo lleva a hombros de su memoria emocionada hasta los versículos de La casa encendida. A este Juan, cuyo único libro publicado en vida (Cantos del ofrecimiento) se lo editó Manuel Altolaguirre en sus ediciones Héroe en mayo de 1936, le dedicó su hermano Leopoldo, padre del difunto de hoy, el poema “Adolescente en sombras” en 1938.
         Pero pasemos a quien fue -antes de que los hijos empezaran a publicar, y prácticamente olvidado ya el malogrado Juan- “el poeta Panero”: Leopoldo, amigo de César Vallejo o Cernuda, con quien cruzó un mensaje Aleixandre para quedar e ir junto a Cernuda a la celebración de la llegada de la República en abril de 1931, ese instante de promesas, y que algunas simpatías izquierdistas tendría cuando fue acusado por los nacionales al estallar la guerra de recolectar dinero para Socorro Rojo. Es sabido que fue encarcelado y que solo la mediación de Unamuno y, en última instancia, Carmen Polo, pariente lejana de la familia, hizo posible que fuera puesto en libertad. Luego, como otros, al parecer se afilió a Falange; pero de ahí a poder afirmar que fuera falangista por convicción dista mucho.
         Cierto que, como Montes, Alfaro, Manuel Machado, Cunqueiro o Gerardo Diego participó en la famosa Corona de sonetos en homenaje a José Antonio Primo de Rivera. Y que desempeñó un puesto señalado en el Instituto de España en Londres, ciudad donde su primo Pablo de Azcárate dirigía el otro Instituto Español (el republicano). En Londres conoció a T. S. Eliot, cuya complicidad quiso granjearse con buenos caldos españoles pertenecientes a la bodega de la legación, y también allí retomó la amistad con Cernuda, lo que no impidió que reprochara a este con una furibunda salida de tono el haber escrito el poema “La familia”, donde no quedaba bien parada la institución. De ese contacto con el poeta sevillano, salvado el incidente, quedaron el imposible idilio que su esposa, Felicidad Blanc, creyó que hubo entre ella misma y Cernuda y alguna evocación, en verso o prosa, de su hijo mayor: Juan Luis.
         Al tercero en discordia, Michi, le cupo el dudoso honor de vivir como el que más la Movida madrileña y de irse puliendo la rica biblioteca paterna, que Andrés Trapiello (leonés también y una de las personas que más sabe sobre la familia) recuerda haber visto íntegra así como, penosamente, durante su proceso de desintegración. Lo cuenta en desoladoras estampas de su Salón de pasos perdidos.


Sitting Bull, quien inspiró uno de los mejores poemas
de Leopoldo María Panero

 Nos queda, pues, Leopoldo María (el que ya tampoco nos queda tras el colapso multiorgánico), el más alocado ya desde la imagen que nos ofreció de sí mismo en esa película terrible de Jaime Chávarri, El desencanto (1976), donde viuda y huérfanos parecían solicitar, “repaso” al padre mediante, una fe de vida para los tiempos nuevos democráticos, una suerte de limpieza de sangre  o sangrado aplicada la sanguijuela directamente al corazón: es decir, al padre.
         Los diarios e Internet abundan estos días en necrológicas de Leopoldo María Panero: todas resaltan su condición de fumador de grifa, de loco, de homosexual que hizo uso de chaperos miserables (no tenía el dinero de Jaime Gil de Biedma), de principal consumidor de Coca-Cola de toda España que seguro que ahora, ido él, entra en números rojos). De su poesía, sin embargo, se dice poco. Porque es poco lo que se lee. A grandes rasgos se puede afirmar que comenzó siendo un excelente poeta transgresor y que luego la escritura de versos y otras líneas se convirtió en una especie de terapia que tal vez sus editores debían de haber racionado más, seleccionándola. Así se fundó Carnaby Street está entre lo mejor suyo.
         Muchos lo vieron por última vez hace año y medio en Cosmopoética, donde dio una vez más el espectáculo que tantos sin piedad deseaban ver entrando y saliendo de la sala de la Filmoteca durante una proyección de esa obra cinematográfica por la que muchos lo conocieron; o interrumpiendo una vez y otra a los compañeros en una mesa redonda, pacientemente atendido por el catedrático y editor de su poesía Túa Blesa y por la amiga que esos días se ganó el cielo junto con la admiración –era además guapa– de los asistentes.
         Desvariaba. Antiguos amigos lo rehuían, como el poeta loco inglés John Clare se lamentaba en un poema que él vertió muy libremente pero desde la íntima identificación con el enajenado. Se reía con unas carcajadas como no las hay en el infierno. A mí, con ese acento entre cheli y algo batasuno (este último timbre se le pegaría como una enfermedad infecciosa en el manicomio de Mondragón) me preguntó en el restaurante en que parábamos a la hora de la cena si yo era policía. 
       Cada vez que muere alguien se ciñe un punto al final de su biografía como un botón negro que la cierra. Los sucesivos muertos en la familia van, paradójicamnete, señalando un camino de puntos suspensivos: el linaje continúa. Pero la muerte de Leopoldo María Panero, el último de los tres hermanos, el eslabón final, si oxidado y roto, de esa cadena, lo que señala es un solitario y ya jamás continuado punto y final.
Antonio Rivero Taravillo.

lunes, 3 de marzo de 2014

La Gastronomía con mayúsculas y sin cuentos

 Arte de resucitar 

Pla se presenta como inesperado profeta de
la 'slow food' en 'Lo que hemos comido', uno de los mejores libros
dedicados a la gastronomía en España.
Manuel Gregorio González | Actualizado 20.01.2014 - 12:52


zoom
Josep Pla i Casadevall (1897 - 1981), fotografiado por Català Roca.
Lo que hemos comido. Josep Pla. Trad. P. Gómez Carrizo. Austral. Barcelona, 2013. 352 páginas. 8,95 euros.

Una
de las grandes virtudes de Josep Pla, no muy común en España, es la
voluntad de precisión. Una precisión, por otra parte, trufada de
sencillez, de inteligencia, de un humor fino, no exento de socarronería,
que alcanza su ápice literario en la capacidad de adjetivar. Pla
adjetiva admirablemente. Y cuando uno lo lee, como en este excelente
vademécum de la cocina mediterránea, sabe que cada adjetivo lleva detrás
una meditación, y que en dicha meditación hay grandes porciones de
sabiduría, pudorosamente veladas. El gran Vázquez Montalbán, en el
prólogo que abre este volumen, dibuja a un Pla en la encrucijada
tecnocrática de los 60/70, cuando los congeladores hicieron su aparición
y las viejas formas de cocinar se vieron ensombrecidas por la urgencia
electrodoméstica. Ese Pla nostálgico, meditabundo, también se nos
presenta como un inesperado profeta de la slow food y las
virtudes de la cocina autóctona. ¿Qué pensaría Pla del éxito actual de
los programas de cocina y del prestigio alquímico de su paisano Adrià?
Como diría Cunqueiro, otro gran aficionado a la ciencia de las marmitas,
"nin se sabe". Sí cabe suponer, no obstante, que la exótica
proliferación de restaurantes de autor, y el triunfo de la cocina estética, quizá no fueran de su agrado.

España, que no tiene una gran literatura gastronómica, tiene sin embargo tres libros memorables dedicados a estos asuntos: La casa de Lúculo de Julio Camba, La cocina cristiana de Occidente de Álvaro Cunqueiro y este Lo que hemos comido,
que Pla escribe por insistencia -por la mucha insistencia, según
declara el autor- del historiador Vicens Vives. En la presente edición,
extractada por Vázquez Montalbán, se prescinden de reiteraciones y
piezas que han perdido actualidad. No obstante, el resultado es óptimo y
el aficionado a Pla, así como a la re coquinaria de Marco
Apicio, hallará en estas páginas motivos de satisfacción y asuntos para
el debate. Como recuerda Montalbán, el magisterio de Pla propició el
gran articulismo gastronómico de Nestor Luján, Joan Perucho y Xabier
Domingo. A esto cabría añadirle la obra del propio Vázquez Montalbán,
cuyo Carvalho, además de espía en excedencia y marxista descreído, es un
meritorio intelectual de los fogones; un intelectual epicúreo, que
divagaba en la alta noche de Vallvidrera sobre la conveniencia o no del
sofrito con cebolla para la consistencia y la perfección del arroz. Para
Pla, como para Montalbán, y por supuesto para Camba y Cunqueiro,
gallegos ambos, la cocina es una cuestión de precisión. Y más
cumplidamente, de perfección. Ahí se solventa no sólo el gozo del
paladar de quien se sienta a los manteles; se solventa, más allá de esta
fulguración momentánea, el rigor y la fidelidad a la vasta herencia
recibida. "La mesa -escribe Pla en las Formas de la pasta- es un
lugar de diálogo. Las conversaciones de mesa son la civilización misma,
la pura esencia de la manifestación personal". Bien es verdad que
mientras Camba atiende a una cocina cosmopolita, explicada con
rigurosidad y humor; mientras Cunqueiro trae al folio la gran cocina
europea, los cocineros de la Francia clásica, como Carême, historiados
con su erudición inagotable, lírica y fantasiosa; Pla se ciñe a su país
del Ampurdán, deteniéndose en la perfección del guisante, en el momento
exacto de la sardina, en la escudella y carn d'olla, en la
consistencia del sofrito, en la carne de caza, en asuntos sencillos y
cruciales, en definitiva, no sin comparar los logros autóctonos con
otras cocinas que él frecuentó en su juventud viajera.

Quiere
esto decir que la cocina, en Pla, en un oficio conservador. Y ello por
lo que decíamos al principio. Cuando Pla escribe estas páginas,
instigado por Jaume Vicens Vives, la cocina industrial, y el auge del
electrodoméstico, han facilitado un cambio drástico en los procesos
culinarios. Dichos cambios están íntimamente relacionados con el tiempo:
el tiempo de elaboración, más breve y menos eficaz, y el tiempo de la
sazón de los productos, la rueda de las estaciones, que los congeladores
ignoran. Dice Pla en la Cocina de primavera: guisantes y habas,
que "la cocina es el arte de resucitar los cadáveres, no el de
rematarlos". Y este juicio es el que, sumariamente, le aplica a los
modernos adelantos de la industria alimentaria. Sin el respeto a los
tiempos, a las calidades, al carácter propio de cada producto, la cocina
le parece, sobre monocorde, fatigosa e insulsa. Sin embargo, la cocina
debe ser una fiesta; una fiesta lenta, ceremoniosa y frugal.

Una fiesta en la que se olvide, por un momento, que "la única cosa real, en esta
vida, es la soledad total".


Arte de resucitar

"En 35 años la única versión de la guerra civil ha sido la de la izquierda"

Sonsoles Fernández de Córdoba

"En 35 años la única versión de la guerra civil ha sido la de la izquierda"

La escritora presenta hoy su primera novela, 'En la soledad y en la guerra', con la intervención en el acto de Luis María Anson, de la Real Academia Española.


FERNANDO DÍAZ DE QUIJANO | 08/10/2013 

Sonsoles Fernández de Córdoba.

En los últimos años se han publicado incontables novelas ambientadas en la Guerra Civil, siempre desde la perspectiva del bando republicano. La abogada y ganadera Sonsoles Fernández de Córdoba (Madrid, 1952) se ha atrevido a contradecir esta tendencia en su primera novela, En la soledad y en la guerra (Libros Libres), con un enfoque abiertamente de derechas y mucha documentación, procedente en parte de su archivo familiar. Así, la autora reconstruye unos hechos que hoy apenas tienen eco en nuestra literatura, al relatar la pesadilla de una familia de tradición castrense y monárquica atrapada en el Madrid republicano.

La novela es, ante todo, un homenaje al estamento militar, sin importar la ideología. No en vano, el personaje más importante de la novela, que mantiene un romance imposible con Isabel, la protagonista, es Joaquín Pérez Salas, un comandante de Artillería de la República que jugó un papel fundamental en el campo de batalla y antepuso sus principios a cualquier consigna política. Su independencia moral le costó ser menospreciado por su propio bando y al acabar la guerra fue fusilado por negarse a renunciar a sus ideales republicanos.

Pregunta.- Detrás de la novela se ve que hay mucha documentación y un tono autobiográfico. ¿Qué documentos ha consultado para recrear los hechos históricos que relata?
Respuesta.- El drama de la Guerra Civil me ha interesado siempre muchísimo, pero sólo lo conocía en sus términos generales, y algunos hechos y anécdotas por el testimonio oral de familiares. En los últimos años, he leído prácticamente todos los testimonios escritos de los protagonistas más relevantes de la guerra, y quizás más aún del bando republicano que del nacional, además de consultar el punto de vista de los historiadores. También,  la documentación familiar me permitió conocer situaciones y aspectos que son, en general, desconocidos.

P.- ¿Es la historia de su familia?
R.- No estrictamente, aunque multitud de sucesos y anécdotas sí lo son, incorporados a los  personajes de la obra, que unos sí son familiares y otros son ficción.

P.- Hay en la novela un claro homenaje a los militares de uno y otro bando, como “gente de honor”. ¿Qué representa para usted el estamento militar?
R.- Yo procedo de una familia militar, es lo que he visto toda mi vida. Valoro enormemente  sus principios, las normas que rigen su comportamiento: la lealtad, el espíritu de sacrificio y de servicio, el honor, el valor, el amor a España... Todas esas cosas que hoy día son términos en desuso. Me gustan igual estén en un bando o en otro, o en la Royal Navy. Para mí los militares representan lo mejor de nuestra sociedad y me encanta rendirles un homenaje a través de esta novela. Se lo merecen.

P.- De la novela se desprende que la guerra no podía dar lugar al Estado que querían los militares de un bando ni de otro... Ni una monarquía parlamentaria, ni una república de ley y orden. ¿Es así?
R.- Si hubiera ganado el bando republicano, se habría llegado a un régimen comunista con entera seguridad, porque era la facción que detentaba el poder en ese bando a través de su supremacía absoluta en los Ejércitos. Y más aún habiendo ganado la guerra por la ayuda de la Unión Soviética. España se habría  convertido en un país satélite más de la URSS, como ocurrió con otros países tras la Segunda Guerra Mundial. En el supuesto de victoria de los nacionales, creo que las cosas podrían haber sido de otra manera. Tras un período de normalización y de reparación de daños, necesario para olvidar y distanciarse de la guerra, se podría haber iniciado un proceso de evolución hacia una monarquía parlamentaria. Los monárquicos lo intentaron, pero Franco y Falange no lo permitieron.

P.- ¿Cómo dio con el personaje de Joaquín Pérez Salas? ¿Era en la vida real tan honorable como usted lo retrata? ¿Cómo le ha tratado la Historia?
R.- Sobre todo a través de los testimonios escritos de compañeros suyos militares, también de algún político, de su hermano Jesús y otros testigos, que son algunos de los hechos que se relatan, sin una sola concesión a la imaginación. Sólo, por supuesto, en lo relativo a la historia de amor con la protagonista, que es todo ello ficción. Y creo que fue tan honorable, tan valiente y buen militar como le retrataron sus compañeros republicanos, pues también lo afirmaban militares y civiles del otro bando como Queipo de Llano, Joaquín Arrarás o Rafael García Serrano. Era además una buena persona, y lo demostró ayudando y librando de la muerte a multitud de personas del bando nacional. Los testimonios de mucha gente después de la guerra así lo avalaron. Dentro del ámbito republicano, y a pesar de ser el mejor jefe de Artillería de su ejército, los historiadores no le prestaron ninguna atención porque no era comunista. Se caracterizó por su claro enfrentamiento con los comunistas y con los comisarios políticos porque no permitía ni el proselitismo ni la política en sus unidades, y además les resultaba “sospechoso” porque evitaba represalias y asesinatos. La Historia no le ha hecho ninguna justicia porque no coincidía con la línea ideológica marcada por los que la han manejado, crean opinión y elaboran a sus propios héroes o villanos.

P.- ¿Con esta novela ha pretendido “compensar” el exceso de novelas que proliferan en la actualidad sobre la Guerra Civil con un enfoque de izquierdas? ¿Es un modo de decir que no todo fue “blanco o negro”?
R.- No, esta novela no pretende compensar nada, pretende contar realidades, verdades que hoy día no se conocen. Y está contada claramente desde la visión de unos personajes de derechas. Pero con la crítica a los errores de su propio bando no se trata de decir que no todo fue “blanco o negro”, se trata de contar la verdad y reconocer los errores de su lado. No se trata de hacer algo “políticamente correcto”. Y de otra parte, es imposible compensar nada con esta novela porque en los últimos 35 años no ha habido más que una versión: la de la izquierda.

P.- Dentro del bando nacional, se ensalza a los monárquicos y se reniega de los falangistas, a quien se describe como bestias. ¿Qué opinión tiene de las distintas facciones que conformaban el bando nacional?
R.- Los falangistas -de ideario fascista- no sacaron ni un solo escaño en las elecciones de 1936, por tanto su peso entre la gente de derechas era totalmente irrelevante. La mayoría de la derecha estaba formada por votantes de la CEDA, partido republicano de derechas, por el Bloque Nacional, partido monárquico de derechas, y por los Tradicionalistas, que reclamaban el trono para Alfonso Carlos de Borbón. Ante la presión del Frente Popular y de los desmanes que se cometían, la respuesta violenta fue la de los falangistas. Y como no podía ser de otra forma, a medida que la violencia se agudizaba, las posiciones se giraban hacia los extremos. Durante toda la guerra la política activa fue la de Falange y los Tradicionalistas. Además, Franco disolvió -mediante el Decreto de Unificación- todos los demás partidos, que representaban precisamente la derecha liberal-conservadora, y no quedaron más que dos partidos legales: Falange y los Tradicionalistas, que impusieron su ideología. Parte de la gente de derechas compartió su ideas, otros no.

P.- Con el personaje de Joaquín Pérez Salas, que representa un ejemplo de integridad moral, o Consuelo, la miliciana de CNT que salva la vida a las protagonistas, parece que ha querido “equilibrar” de algún modo la balanza del bien y del mal en su novela.
R.- No, en absoluto. El personaje de Joaquín Pérez Salas es precisamente el que me invita a escribir este relato y a contar su historia, por ser tan estupendo y tan desconocido. No había ninguna intención: era su historia, la de un buen militar republicano. Por otra parte, y en mi empeño de contar verdades, el personaje de Consuelo -nombre figurado- es absolutamente real. Se enamoró de un familiar y eso le salvó la vida a varias mujeres de mi familia. Todos mis familiares lo saben porque nos lo contaron repetidas veces, así como que esos mismos familiares a los que protegió fueron las únicas personas que, en su momento, testificaron a su favor, por ese motivo. Me costó mucho contar ese episodio por varias razones, pero entre otras la de que, precisamente, podía parecer que se trataba de “equilibrar”. Pero como trataba de contar verdades, allá fue.

P.- ¿Quién tuvo más culpa del terror que se vivió en Madrid, ¿los milicianos o los gobernantes de la República?
R.- De los hechos violentos en sí  al comienzo de la revolución, tanto en Madrid como en otras ciudades, la culpa fue de los milicianos. Pero del  origen y de las causas de esa violencia, la culpa fue de los gobernantes de la República. Unos, los representantes del PSOE, PC Y CNT, por acción, porque  desde 1934 animaban a la violencia física contra la gente derechas, llegando incluso a su “eliminación”. Otros, por omisión: los Partidos Republicanos, que en la alternativa entre mantener el orden y la ley o dejar hacer su política revolucionaria al resto de los partidos del Frente Popular, optaron por éstos y no hicieron nada para evitar la violencia y la revolución.

P.- ¿Publica esta novela sin complejos por el qué dirán? ¿No le preocupa contradecir la opinión mayoritaria que hoy se tiene de la guerra civil?
R.- No sólo no me preocupa, sino que estoy encantada de contradecir la opinión mayoritaria, formada por el desconocimiento absoluto que la mayoría de la gente tiene  de lo que aquello fue y de sus causas.


Publicado en El Cultural.