Reproducimos esta reseña de Diario de Sevilla sobre la reedición de la obra más conocida de Julián Ayesta
Los amores primeros
Unas pocas frases bien medidas tienen el poder de evocar el paraíso. Tal es el dichoso logro de esta novela casi secreta y con una prosa impresionista y de exquisito lirismo.
Ignacio F. Garmendia | Suele decirse que el tiempo sin tiempo del verano es el más propicio para el amor, pero cuando concurren además la memoria de la juventud y los escenarios de la infancia nos situamos en un territorio mítico donde se superponen las experiencias propias y las ajenas, como partes indiscernibles de una sola imagen -la iniciación erótica de los adolescentes en la plenitud estival- que trasciende lenguas y generaciones. La literatura ha recreado incontables veces esa imagen, enaltecida o banalizada, evocada con delicadeza o reducida a boceto de costumbres. Precisamente por ser parte del imaginario de cualquiera, es difícil apresarla, no digamos convertirla en arte, tanto más si se trata de reflejar sin ironía la pasión ingenua y absorbente de los amores primeros. Los más escépticos pueden acercarse a esta novela breve, a la vez secreta y prestigiada, que no llega a las cien páginas pero vale su peso en oro.
Publicada por Ínsula en 1952, un año después de La vida nueva de Pedrito de Andía de Rafael Sánchez Mazas, Helena o el mar del verano (Acantilado, 2000) es una obra singular en la narrativa española de posguerra. Lo es antes que nada porque su autor, el gijonés Julián Ayesta (1919-1996), no volvió a incurrir en la novela, aunque escribió o había escrito artículos políticos, piezas dramáticas y un puñado de relatos (véase la antología de Cuentos preparada por Antonio Pau, Pre-Textos, 2001) dados a conocer en revistas como Garcilaso o Destino. Diplomático de profesión, Ayesta militó en el falangismo, pero con los años experimentó una evolución similar a la de su amigo Dionisio Ridruejo, con el que conspiraría para encontrar espacios de oposición democrática a la dictadura. Estuvo destinado en embajadas de medio mundo y no se dedicó más que esporádicamente a la literatura. Sólo por esta novela hermosa y audaz, merecería figurar en los manuales en los que rara vez se menciona su nombre.
¿Por qué estas pocas páginas, que podrían parecer un mero aunque virtuoso ejercicio de nostalgia por parte de un escritor aficionado, ocupan un lugar de excepción en la narrativa del siglo? En primer lugar, por la calidad de la prosa impresionista de Ayesta, que alterna registros coloquiales y otros de exquisito lirismo, capaces de envolver al lector y conmoverlo desde la primera página. Hasta cierto punto, Ayesta no se diferencia demasiado de otros cultivadores de la estética garcilasista, como tampoco se muestra original a la hora de plasmar sus recuerdos recurriendo a una voz infantil, pero la potencia evocadora de su lenguaje -repleto de licencias poéticas- y el encanto intemporal de su única novela superan con mucho a los artificios más o menos valiosos de los estilistas coetáneos. Por otra parte, siendo muy de la época, en Helena advertimos una cierta inquietud experimental, por ejemplo a la hora de transcribir los pensamientos o de enumerar las sensaciones, que convierten un relato de fondo realista y apariencia menor en un verdadero poema en prosa.
El amor adolescente es el gran tema de la novela, pero Ayesta lo trata en un contexto más amplio que abarca las relaciones entre los niños y sus mayores y el modo en que aquellos perciben el tránsito a la edad adulta. Embriagado y como en estado de gracia, el narrador entona un canto a la alegría, mientras se entrega al horizonte ilimitado de la dicha. No hay conflicto generacional, sino descripción amable de los usos burgueses. Sin embargo, el vitalismo exacerbado del muchacho se contrapone, aunque no directamente, a la rigidez de una educación católica obsesionada con el pecado, en un pasaje magistral -La alegría de Dios- que marca el sombrío contrapunto respecto de los placeres venideros. La novela se sitúa en Asturias, poco antes de la Guerra Civil, pero la voz intimista del narrador apenas refiere algún detalle que permita acotar con exactitud las fechas. Tampoco propone una trama propiamente dicha, pues el relato funciona por acopio de sensaciones o de recuerdos o de pensamientos, repartidos en siete breves escenas que se abren con un Almuerzo en el jardín y se cierran con una bella ensoñación -homenaje expreso a la Grecia clásica- titulada Tarde y crepúsculo. Dichas escenas se reparten en tres capítulos, conforme a una perfecta estructura circular que comienza y acaba en el verano, con un interludio situado en el invierno que marca la entrada del narrador en la primera juventud.
Aantonio F. Spencer, Julián Ayesta y Rafael Montesinos |
Si la expresión novela lírica tiene algún sentido, es para caracterizar obras como esta. Todo en Helena rezuma poesía: la sensualidad de la prosa de Ayesta, la sencillez y la frescura de la voz narrativa, la sensación de verdad que desprende el relato. Es una voz impostada, naturalmente, pero no por ello menos verdadera. Procedentes o no de la memoria personal del autor, la colección de momentos estelares tiene algo de conjuro para apresar la felicidad perdida. Los paisajes luminosos, las epifanías de la vida doméstica, el esplendor de los cuerpos adolescentes. "Salimos a la playa felices y nos tumbamos al sol. El sol iba haciéndose naranja y metiéndose detrás de los pinos del acantilado. El cielo estaba verde y lleno de un brillar oscuro que mirándolo fijo era como el Infinito. A veces pasaban bandadas de pájaros". Unas pocas frases bien medidas tienen el poder de evocar el paraíso.
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