Por su interés, reproducimos un artículo de Mario Vargas Llosa publicado en El País dónde se argumenta sobre el enriquecimiento social que supone la tolerancia religiosa. 
"La prueba de que la  Iglesia de Cristo mantiene su pujanza y su vitalidad, de que la nave de  San Pedro sortea sin peligro las tempestades que quisieran hundirla."
La fiesta y la cruzada
PIEDRA DE TOQUE. Creyentes y no creyentes debemos alegrarnos del  éxito de la visita del Papa a Madrid. Mientras no tome el poder político  la religión no solo es lícita, sino indispensable en una sociedad  democrática 
MARIO VARGAS LLOSA 28/08/2011  			 			 			
Bonito espectáculo el de Madrid invadido por cientos de miles  de jóvenes procedentes de los cinco continentes para asistir a la  Jornada Mundial de la Juventud que presidió Benedicto XVI y que  convirtió a la capital española por varios días en una multitudinaria  Torre de Babel. Todas las razas, lenguas, culturas, tradiciones, se  mezclaban en una gigantesca fiesta de muchachas y muchachos  adolescentes, estudiantes, jóvenes profesionales venidos de todos los  rincones del mundo a cantar, bailar, rezar y proclamar su adhesión a la  Iglesia católica y su "adicción" al Papa ("Somos adictos a Benedicto"  fue uno de los estribillos más coreados).
Ninguna iglesia podría ser democrática sin renunciar a sí misma y desaparecer
La cultura no ha podido reemplazar a la religión ni podrá hacerlo, salvo para pequeñas minorías
Salvo el millar de personas que, en el aeródromo de Cuatro Vientos,  sufrieron desmayos por culpa del despiadado calor y debieron ser  atendidas, no hubo accidentes ni mayores problemas. Todo transcurrió en  paz, alegría y convivencia simpática. Los madrileños tomaron con  espíritu deportivo las molestias que causaron las gigantescas  concentraciones que paralizaron Cibeles, la Gran Vía, Alcalá, la Puerta  del Sol, la Plaza de España y la Plaza de Oriente, y las pequeñas  manifestaciones de laicos, anarquistas, ateos y católicos insumisos  contra el Papa provocaron incidentes menores, aunque algunos grotescos,  como el grupo de energúmenos al que se vio arrojando condones a unas  niñas que, animadas por lo que Rubén Darío llamaba "un blanco horror de  Belcebú", rezaban el rosario con los ojos cerrados.
Hay dos  lecturas posibles de este acontecimiento, que EL PAÍS ha llamado "la  mayor concentración de católicos en la historia de España". La primera  ve en él un festival más de superficie que de entraña religiosa, en el  que jóvenes de medio mundo han aprovechado la ocasión para viajar, hacer  turismo, divertirse, conocer gente, vivir alguna aventura, la  experiencia intensa pero pasajera de unas vacaciones de verano. La  segunda la interpreta como un rotundo mentís a las predicciones de una  retracción del catolicismo en el mundo de hoy, la prueba de que la  Iglesia de Cristo mantiene su pujanza y su vitalidad, de que la nave de  San Pedro sortea sin peligro las tempestades que quisieran hundirla.
Una  de estas tempestades tiene como escenario a España, donde Roma y el  gobierno de Rodríguez Zapatero han tenido varios encontrones en los  últimos años y mantienen una tensa relación. Por eso, no es casual que  Benedicto XVI haya venido ya varias veces a este país, y dos de ellas  durante su pontificado. Porque resulta que la "católica España" ya no lo  es tanto como lo era. Las estadísticas son bastante explícitas. En  julio del año pasado, un 80% de los españoles se declaraba católico; un  año después, solo 70%. Entre los jóvenes, 51% dicen serlo, pero solo 12%  aseguran practicar su religión de manera consecuente, en tanto que el  resto lo hace solo de manera esporádica y social (bodas, bautizos,  etcétera). Las críticas de los jóvenes creyentes -practicantes o no- a  la Iglesia se centran, sobre todo, en la oposición de ésta al uso de  anticonceptivos y a la píldora del día siguiente, a la ordenación de  mujeres, al aborto, al homosexualismo.
Mi impresión es que estas  cifras no han sido manipuladas, que ellas reflejan una realidad que,  porcentajes más o menos, desborda lo español y es indicativo de lo que  pasa también con el catolicismo en el resto del mundo. Ahora bien, desde  mi punto de vista esta paulatina declinación del número de fieles de la  Iglesia católica, en vez de ser un síntoma de su inevitable ruina y  extinción es, más bien, fermento de la vitalidad y energía que lo que  queda de ella -decenas de millones de personas- ha venido mostrando,  sobre todo bajo los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI.

 
Es  difícil imaginar dos personalidades más distintas que las de los dos  últimos Papas. El anterior era un líder carismático, un agitador de  multitudes, un extraordinario orador, un pontífice en el que la emoción,  la pasión, los sentimientos prevalecían sobre la pura razón. El actual  es un hombre de ideas, un intelectual, alguien cuyo entorno natural son  la biblioteca, el aula universitaria, el salón de conferencias. Su  timidez ante las muchedumbres aflora de modo invencible en esa manera  casi avergonzada y como disculpándose que tiene de dirigirse a las  masas. Pero esa fragilidad es engañosa pues se trata probablemente del  Papa más culto e inteligente que haya tenido la Iglesia en mucho tiempo,  uno de los raros pontífices cuyas encíclicas o libros un agnóstico como  yo puede leer sin bostezar (su breve autobiografía es hechicera y sus  dos volúmenes sobre Jesús más que sugerentes). Su trayectoria es  bastante curiosa. Fue, en su juventud, un partidario de la modernización  de la Iglesia y colaboró con el reformista Concilio Vaticano II  convocado por Juan XXIII.
Pero, luego, se movió hacia las  posiciones conservadoras de Juan Pablo II, en las que ha perseverado  hasta hoy. Probablemente, la razón de ello sea la sospecha o convicción  de que, si continuaba haciendo las concesiones que le pedían los fieles,  pastores y teólogos progresistas, la Iglesia terminaría por  desintegrarse desde adentro, por convertirse en una comunidad caótica,  desbrujulada, a causa de las luchas intestinas y las querellas  sectarias. El sueño de los católicos progresistas de hacer de la Iglesia  una institución democrática es eso, nada más: un sueño. Ninguna iglesia  podría serlo sin renunciar a sí misma y desaparecer. En todo caso,  prescindiendo del contexto teológico, atendiendo únicamente a su  dimensión social y política, la verdad es que, aunque pierda fieles y se  encoja, el catolicismo está hoy día más unido, activo y beligerante que  en los años en que parecía a punto de desgarrarse y dividirse por las  luchas ideológicas internas.
¿Es esto bueno o malo para la cultura  de la libertad? Mientras el Estado sea laico y mantenga su  independencia frente a todas las iglesias, a las que, claro está, debe  respetar y permitir que actúen libremente, es bueno, porque una sociedad  democrática no puede combatir eficazmente a sus enemigos -empezando por  la corrupción- si sus instituciones no están firmemente respaldadas por  valores éticos, si una rica vida espiritual no florece en su seno como  un antídoto permanente a las fuerzas destructivas, disociadoras y  anárquicas que suelen guiar la conducta individual cuando el ser humano  se siente libre de toda responsabilidad.

Durante mucho tiempo se  creyó que con el avance de los conocimientos y de la cultura  democrática, la religión, esa forma elevada de superstición, se iría  deshaciendo, y que la ciencia y la cultura la sustituirían con creces.  Ahora sabemos que esa era otra superstición que la realidad ha ido  haciendo trizas. Y sabemos, también, que aquella función que los  librepensadores decimonónicos, con tanta generosidad como ingenuidad,  atribuían a la cultura, esta es incapaz de cumplirla, sobre todo ahora.  Porque, en nuestro tiempo, la cultura ha dejado de ser esa respuesta  seria y profunda a las grandes preguntas del ser humano sobre la vida,  la muerte, el destino, la historia, que intentó ser en el pasado, y se  ha transformado, de un lado, en un divertimento ligero y sin  consecuencias, y, en otro, en una cábala de especialistas  incomprensibles y arrogantes, confinados en fortines de jerga y  jerigonza y a años luz del común de los mortales.
"Las pequeñas manifestaciones de laicos, anarquistas, ateos y católicos insumisos contra el Papa provocaron incidentes menores, aunque algunos grotescos, como el grupo de energúmenos al que se vio arrojando condones a unas niñas que… rezaban el rosario con los ojos cerrados". 
La cultura no ha  podido reemplazar a la religión ni podrá hacerlo, salvo para pequeñas  minorías, marginales al gran público. La mayoría de seres humanos solo  encuentra aquellas respuestas, o, por lo menos, la sensación de que  existe un orden superior del que forma parte y que da sentido y sosiego a  su existencia, a través de una trascendencia que ni la filosofía, ni la  literatura, ni la ciencia, han conseguido justificar racionalmente. Y,  por más que tantos brillantísimos intelectuales traten de convencernos  de que el ateísmo es la única consecuencia lógica y racional del  conocimiento y la experiencia acumuladas por la historia de la  civilización, la idea de la extinción definitiva seguirá siendo  intolerable para el ser humano común y corriente, que seguirá  encontrando en la fe aquella esperanza de una supervivencia más allá de  la muerte a la que nunca ha podido renunciar. Mientras no tome el poder  político y este sepa preservar su independencia y neutralidad frente a  ella, la religión no sólo es lícita, sino indispensable en una sociedad  democrática.
Creyentes y no creyentes debemos alegrarnos por eso  de lo ocurrido en Madrid en estos días en que Dios parecía existir, el  catolicismo ser la religión única y verdadera, y todos como buenos  chicos marchábamos de la mano del Santo Padre hacia el reino de los  cielos.
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