lunes, 31 de enero de 2011

EL PESO DEL PESIMISMO

Acompañado por Fernando García de Cortázar, Rafael Núñez presenta El peso del pesimismo, sobre el mito del fracaso de España .
El doctor en Historia y columnista de EL IMPARCIAL Rafael Núñez Florencio ha impartido este miércoles una conferencia en el Centro Cultural del Círculo de Lectores de Madrid, donde ha presentado su libro "El peso del pesimismo", acompañado por Fernando García de Cortázar.
EL IMPARCIAL / Fotos: Manuel Engo
26-01-2011

Como actitud personal ante la vida, el pesimismo aparece en casi todas las comunidades humanas. Pero como gesto cultural o moda intelectual, ha estado en unas etapas más en boga que en otras. Hay movimientos, como el Barroco, que no pueden entenderse sin esa visión negativa del universo. El pesimismo contemporáneo cuenta con una ilustre nómina de propagandistas, de Schopenhauer a Cioran, pasando por Spengler o Heidegger. En España, el lastre de las actitudes pesimistas ha condicionado el siglo XX, del 98 al desencanto.

En el marco español esa semilla hipercrítica, que raya en ocasiones en el nihilismo, fructifica en efecto con especial vigor. Estaba el terreno abonado para ello. La característica hispana será que ese talante reprobatorio se dirigirá contra el propio país, su cultura, su historia y sus habitantes hasta conformar un negativismo exacerbado. No es, como se dice a veces, consecuencia del 98. Basta fijarse como había arraigado desde mucho antes como verdad incontrovertible la noción de decadencia. En 1854 el Cánovas historiador presentaba la decadencia española como asunto colosal, sin parangón en la historia universal. No era extraño por tanto, sino congruente con ello, que el Cánovas gobernante considerara que los españoles simplemente eran... “los que no podían ser otra cosa”.

Es cierto que la pérdida de Cuba y sobre todo la humillante derrota ante los Estados Unidos intensificará esa falta de autoestima colectiva, pero a menudo se asimila impropiamente como “literatura del desastre” planteamientos que son anteriores. Baste consignar en este sentido el dato de que “Los males de la patria”, de Lucas Mallada, una obra que pasa por ser clave del regeneracionismo, aparece en 1890. Pero en todo caso es incuestionable que en las primeras décadas del siglo XX, se extiende como una epidemia intelectual la lamentación, el fatalismo y hasta un cierto masoquismo nacional (que puede representar muy bien la figura de Joaquín Costa).

De este modo, la nación “sin pulso” (Silvela), agonizante (Maragall), absurda (Ganivet), sumida en el marasmo (Unamuno), tristísima (Azorín), cainita (Machado) y mezquina (Baroja), llega a la sima de su declive. Ortega recogerá el testigo y diagnosticará contundentemente en España invertebrada “que de 1580 hasta el día cuanto en España acontece es decadencia y desintegración”.

Si la historia de España entera es, como afirma el filósofo, la historia de una decadencia interminable, todos los acontecimientos terminan ahormados a ese diagnóstico, que acaba siendo una profecía que se autocumple. En cierto sentido no era necesario esforzarse mucho para sostener esta percepción de las cosas: la nueva aventura colonial de España, esta vez en suelo africano, se salda con una serie de reveses que, en consonancia con la predisposición descrita, se viven como una sucesión de “desastres”, del Barranco del Lobo a Annual. Así las cosas, al español consciente que todavía se resistía a suicidarse, sólo le quedaba la mueca siniestra de la burla implacable. “España es una deformación grotesca de la civilización europea” dice Valle-Inclán en Luces de Bohemia. Aquí sólo cabe el esperpento: reír para no llorar.

España pobre, seca, árida, desolada: hasta en el análisis del medio físico se cargan las tintas y se derrama una sensibilidad plañidera. En contraste con el locus amoenus de la cultura clásica y de nuestros vecinos transpirenaicos -agua, árboles, cultivos, frescura, verdor- aquí sólo hay planicies polvorientas, montañas ásperas, calor infernal o frío extremo. Cielo inclemente y tierra avara son las coordenadas en las que se dibuja la indigencia del campesino español. Castilla en escombros titula su análisis Julio Senador. Con razón aquí no hay tradición de pintura de paisaje: el español nunca ha creído que merezca la pena nada de lo que le rodea. Y cuando al fin, siguiendo la estela de Haes y Beruete, los lienzos reflejan la realidad española, el resultado es la España sombría de Zuloaga o el país sórdido de Gutiérrez-Solana.

Al fin y al cabo, ése es también el espacio quijotesco. Se mantiene y acentúa así una tradición, cuyo punto de partida es la novela cervantina reinterpretada ahora en clave nacional: el hidalgo es España entera, que ha perdido la razón y que se destroza inútilmente luchando contra molinos y gigantes en un mundo cada vez más ajeno a sus cuitas e ideales. La interpretación se hace tan recurrente que se convierte en un tópico que luego repetirán incansablemente los visitantes extranjeros. Don Quijote sustituye a Carmen como representación del “alma española”, desde Dos Passos a Kazantzakis.

En este contexto la guerra civil se presenta para muchos observadores extranjeros -y no pocos españoles lo terminarán asumiendo así- como la tragedia a la que está abocado un pueblo como éste, brutal, primitivo, fanático. Cela, por ejemplo, hará de estos mimbres la materia de algunas de sus obras más reconocidas (San Camilo 1936, Pascual Duarte). Sin llegar a esos extremos, el propio Azaña en La velada en Benicarló había inaugurado el análisis de la guerra civil como un inmenso fracaso colectivo. Por esa senda caminarán luego muchos, tanto dentro del país (Laín Entralgo) como en el exilio (el Max Aub del Laberinto mágico).

La noción de fracaso, con todo lo que ello implica, vendrá a la postre a sustituir al antes omnipresente concepto de decadencia. Se impone una vez más una interpretación esencialista, según la cual los reveses de España no son casuales, sino el resultado de un mal profundo, llámesele como se le quiera llamar. Así, María Zambrano dirá que “inteligencia” y España son términos antitéticos. Otros se fijarán en el “fondo atávico” del español para dictaminar que éste es un pueblo nacido para la muerte, que hace de la sangre derramada su “fiesta nacional”: es la resurrección de la España negra, con Franco ahora como nuevo Torquemada y el nacionalcatolicismo como nueva Inquisición. Así al menos se lamentan los poetas: tierra anegada en sangre (Miguel Hernández), las “llagas de España” (Rafael Alberti), España madrastra (Cernuda), país del rencor (León Felipe), vieja y seca España (José Hierro).

En teoría, la consecución de un régimen democrático vendría a poner punto final a tal estado de cosas. En el terreno que aquí se considera, el paradigma de la normalidad sustituye a las nociones de inferioridad, fracaso y excepcionalidad. No hay que olvidar empero que en el ámbito ideológico las cosas no son tan lineales y sencillas. Es sintomático que el estado de ánimo más característico de la transición a la democracia no fuera la euforia, ni siquiera la satisfacción por los logros alcanzados, sino el llamado “desencanto”. Y es que no se pueden dar muchos pasos en una determinada dirección y luego intentar dar la vuelta, como si nada hubiera pasado. En conjunto, puede decirse que los españoles sólo aceptaron sin ambages un balance favorable de la transición cuando ésta adquirió categorías de modélica en la estimación foránea. Aun así, el rasgo más destacado de nuestros días es la enésima revisión (negativa) de ese tránsito en términos de olvido, traición y vergonzoso “pacto de silencio”.

Pese a que se ha llegado a una innegable equiparación con nuestros vecinos europeos en todos los aspectos, la historiografía española sigue recurriendo insistentemente a los términos de postración, amargura y desengaño como estigmas que acompañan nuestra trayectoria reciente. Una de las obras históricas más aclamadas y citadas en los últimos tiempos, consagrada al estudio del nacionalismo español del XIX, lleva el revelador título de Mater dolorosa. En la más reciente historia general de España, en el volumen dedicado al liberalismo, Josep Fontana ofrecía como síntesis del período esta demoledora sentencia: “Todo cuanto existe en España es contrario a la existencia de la libertad”. Bajo el título de “La España de los desengañados”, Ricardo García Cárcel -un historiador no precisamente pesimista en sus tomas de posición habituales-, hacía un repaso de la historia hispana de los últimos siglos, concluyendo que el desengaño es la médula espinal de nuestro devenir, desde Saavedra Fajardo, pasando por Jovellanos, siguiendo por Larra, continuando con el 98 y culminando con la guerra civil.

El valor de la cita estriba en que proviene, como las anteriores, de reputados historiadores de hoy mismo, no de trasnochados regeneracionistas del siglo anterior. Hoy mismo, en efecto, siguen publicándose artículos, comentarios y análisis de la misma índole. A veces, basta sólo con citar el título: “¿Otro 98?” (Andrés Ibáñez), “Otra vez dolor de España” (Manuel Ramírez), España, historia de un fracaso (Fernando de Orbaneja). En este último libro se citan elogiosamente unos fragmentos de El corazón helado, novela de gran éxito de Almudena Grandes: “Este país está mal hecho y hay que volver a hacerlo entero, de arriba abajo”. Y, más adelante: “Este país no ha hecho más que degenerar..., no es un país civilizado”. Y es que, como dice agudamente el antes citado Ibáñez, en nuestro idioma no existe un adjetivo para decir que algo tiene éxito (“exitoso” es palabra rara y bastante forzada), y las palabras positivas (ilusionarse, soñar, progresar) se prestan con facilidad a la burla o el desdén.


A muchos españoles les sigue pasando que sólo se encuentran cómodos cuando despotrican de “este país”, cuyo mero nombre les repele más que a Drácula las ristras de ajos. Aquí no se juzga la pertinencia de tales actitudes, sino que se constata su existencia como factor fundamental que determina percepciones y actitudes. Una determinada visión de la realidad termina también siendo un elemento real con el que hay que contar. La percepción de los hechos se convierte a su vez en hecho insoslayable. La crítica desesperanzada no es sólo una valoración, es un ingrediente con peso específico que configura la circunstancia histórica. Y, en definitiva, todo ello tiene un precio. Como en su día escribió Julián Marías, el pesimismo sobre España en su conjunto, la inveterada interpretación de nuestra historia como un rosario de errores, lleva al desaliento, propicia las impresiones de fracaso, inferioridad y desorden. De ahí, en última instancia, se nutre la desconfianza en el porvenir.

Desde el siglo XVII, el pesimismo ha sido más determinante que las posiciones contrarias en la cultura española. Sea por el substrato católico -valle de lágrimas-, la trayectoria histórica -el temprano esplendor-, nuestra excentricidad respecto al núcleo europeo o por otras causas (o todas ellas juntas), los efectos han sido -y siguen siendo- una concepción doliente de la vida, una desengañada visión del mundo y una negativa consideración de nuestra convivencia.

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