lunes, 21 de diciembre de 2009

Espergesia de Leopoldo Panero (por Fernando Iwasaki)



DESEO EMPEZAR ADMITIENDO que me ha sido del todo imposible –a mí, que no soy poeta- escribir sobre la poesía de Leopoldo Panero, renunciando a narrar la malhadada historia de un hombre que a punto estuvo de morir fusilado por rojo y que años más tarde acabó como «poeta del franquismo», que durante la república fue amigo entrañable de César Vallejo y durante la dictadura bestia negra de Pablo Neruda, que se pasó la vida escribiendo poemas de amor a su familia y que una vez muerto fue minuciosamente denigrado por su mujer y sus tres hijos en películas, documentales, memorias y poemas, sin contar entrevistas.
En realidad, vista la película «El desencanto» (1976) de Elías Querejeta y Jaime Chávarri; repasado Espejo de sombras (1977) de Felicidad Blanc, las memorias de la viuda de Leopoldo Panero; y leído «El convidado de piedra» -poema que su hijo Juan Luis le dedicó en estos términos: A veces, regresas en una pesadilla, / tan absurda como fue nuestra historia, / y al despertar no dejas sino / rencor y descontento, miedo / petrificado en la memoria. / Ni aún ahora, tantos años después, / es posible el pacto entre nosotros, / ni aún ahora, la piedad y el olvido- parece imposible desagraviar a Leopoldo Panero por otra cosa que no sea su poesía.
Sin embargo, la vida de Leopoldo Panero hasta 1936 había trazado un itinerario que hoy juzgaríamos «políticamente correcto» y hasta podría haber entrado en el santoral republicano si hubiera muerto fusilado –como García Lorca- junto a su cuñado Ángel Jiménez. En efecto, según Ricardo Gullón en La juventud de Leopoldo Panero (1985), el joven poeta se entusiasmó por el marxismo durante sus años universitarios de Madrid y leía con devoción a Miguel de Unamuno, Antonio Machado y Jorge Guillén. En abril de 1931 invitó a César Vallejo a pasar una semana en su casa de Astorga –la precisión es de Georgette Vallejo-, donde el poeta peruano terminó de escribir Rusia en 1931. Reflexiones al pie del Kremlin (1931) y que Panero reseñó en «El Sol». Entre 1932 y 1934 vivió en Cambridge, donde colaboró con el «Socorro Rojo», y en 1935 fue uno de los firmantes del auto-homenaje que Neruda se organizó en Madrid, colaborando más tarde en Cruz y Raya, Caballo Verde para la poesía y otras revistas de vanguardia. En abril de aquel mismo año, Luis Cernuda, María Zambrano y Leopoldo Panero integraron un equipo de las Misiones Pedagógicas de la República que recorrió Lagartera y Alcolea del Tajo, aunque el Album conmemorativo de Cernuda omita el nombre de Panero o lo suplanten bajo el nombre del marido de María Zambrano en las fotografías, tal como ha advertido Federico Utrera en Después de tantos desencantos. Vida y obra de los Panero (2008). Finalmente, en 1936 Leopoldo Panero acompañó a Unamuno a su investidura como Doctor Honoris Causa por la Universidad de Cambridge, y nada más regresar estalló la guerra y fue apresado en Astorga junto con Ángel Jiménez, novio de su hermana Asunción, quien murió fusilado a los diez días de la detención.
Es conocida la intercesión a su favor de Carmen Polo, esposa de Franco y tía segunda del poeta, quien logró liberarlo tras las súplicas de su madre. A continuación sucedieron su enrolamiento en el ejército nacional, la muerte de su hermano Juan, las sospechas permanentes en Astorga y la aproximación al núcleo duro de los poetas de Falange, donde su amigo Luis Rosales lo acogió en la fundación de la revista Escorial y luego en la tertulia madrileña «Musa Musae», con Dionisio Ridruejo, Gerardo Diego, Rafael Sánchez Mazas, Luis Felipe Vivanco, Eduardo Llosent y Manuel Machado, como maestro de todos. Por supuesto que Leopoldo Panero pudo renegar de su tía Carmen y morir como los héroes republicanos de las películas contemporáneas, pero el ser humano es contradictorio y la muerte un cáliz que no todo el mundo está dispuesto a beber. ¿Qué habría ocurrido con Federico si no hubiera sido fusilado? ¿No lo habría llevado también Luis Rosales –de cuya casa granadina lo sacaron de madrugada para asesinarlo- a la revista Escorial y a la tertulia con Manuel Machado? ¿Acaso no habría seguido escribiendo como Dámaso Alonso, Gerardo Diego y Vicente Aleixandre? No obstante, sólo a Leopoldo Panero se le recuerda como el poeta oficial del franquismo.
En su apócrifo discurso de ingreso a la Academia Española, supuestamente leído el 12 de diciembre de 1956 y contestado por Juan Chabás, Max Aub imaginó cómo habría sido la docta casa si nunca se hubiera producido la guerra civil. El presidente de la República es Fernando de los Ríos y Max Aub se dispone a ocupar el sillón del finado Valle-Inclán, ante los académicos Miguel Hernández, Rafael Alberti, Pedro Salinas, Ramón Gómez de la Serna, Juan Ramón Jiménez, Luis Cernuda, Américo Castro, Blas de Otero, Corpus Barga, José Moreno Villa, Manuel Altolaguirre y –por supuesto- Federico García Lorca, entre otros; departiendo cariñosamente con los académicos Giménez Caballero, Gerardo Diego, Dionisio Ridruejo, José María Pemán, Eugenio Montes, José María de Cossío, Pedro Sainz Rodríguez, Salvador de Madariaga, Emilio García Gómez y Luis Felipe Vivanco, entre otros; porque nunca hubo una guerra y todos los nombrados siguieron siendo amigos y colegas respetables. Con todo, en aquel discurso contemporizador -«El teatro español sacado a luz de las tinieblas de nuestro tiempo»- donde Aub incluso citó a Jardiel, Sassone, Luca de Tena, González Ruano y Sánchez Mazas, no aparece por ningún sitio Leopoldo Panero, quien hacia 1956 ya había publicado toda su obra conocida -Escrito a cada instante (1949) y Canto personal (1953)-, convirtiéndose en una suerte de apestado intelectual por su enfrentamiento con Pablo Neruda.
No viene al caso reconstruir ahora la polémica con el chileno, ni hacer hincapié en la cantidad de estudios y testimonios que con el tiempo han demostrado con qué ventajismo manipuló Neruda las muertes de Federico y Miguel Hernández. Lo que interesa es decir alto y claro que Panero se equivocó, que Canto personal fue un error y que los versos lapidarios con los que Neruda respondió infligieron un daño irreparable sobre Leopoldo en particular y los Panero en general: Miguel Hernández muerto en sus prisiones / y el pobre Federico asesinado / por los medioevales malhechores, / por la caterva infiel de los Panero. Bastaría con precisar que Juan Luis y Leopoldo María siempre han presumido de tener la influencia de Neruda en sus primeros versos, para comprender el efecto devastador de aquella denigración.
Sin embargo, me gustaría convocar el testimonio de un poeta exiliado, contemporáneo de Leopoldo Panero, para demostrar que no todos hicieron leña del árbol caído y que se le respetaba como poeta, a pesar de las diferencias políticas. Me refiero a Luis Cernuda, viejo compañero de las Misiones Pedagógicas en 1935 y en 1949 amigo y vecino en Londres. Aunque James Valender dejó caer en la biografía que la Residencia de Estudiantes publicó por su centenario, que Cernuda apenas trató a Panero en Cambridge por ser falangista, las propias fotografías y cartas facsimilares del Album (2002) desmienten esas insinuaciones, por no hablar de las continuas evocaciones de Cernuda en Espejo de sombras de Felicidad Blanc. Pues bien, a fines de la década del 50 Cernuda publicó Estudios sobre poesía española contemporánea (1957), donde desde el preámbulo advirtió: “Que no le ha sido fácil al autor prescindir de un escrúpulo arraigado: abstenerse de opinar, por escrito y en público, acerca de la obra de un escritor contemporáneo, cuando éste sea conocido suyo y no resulte favorable lo que sobre él deba decir. Pero puesto en el trance, ha tratado en lo posible de compaginar la veracidad de su parecer con la consideración de la susceptibilidad ajena”. Invocando estos principios Cernuda suprimió del manuscrito los capítulos correspondientes a Jorge Guillén, Gerardo Diego, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre y Manuel Altolaguirre, aunque las alusiones a estos poetas aparezcan en los textos dedicados a Lorca, Salinas y Miguel Hernández. En cualquier caso, en el último capítulo –titulado «Continuidad hasta el presente»- Cernuda afirma que al estallar la guerra civil española convivían tres generaciones poéticas: la del 98, la del 25 y una tercera “compuesta por Miguel Hernández, Luis Rosales, Leopoldo Panero, José Antonio Muñoz Rojas, Germán Bleiberg, Luis Felipe de Vivanco y algún otro”.
Dispuesto a definir las características y diferencias de la tercera generación con respecto a la suya propia, Cernuda sentencia: “El escepticismo de los del 25, que en algunos llega a veces hasta la blasfemia, contrasta en cambio con la religiosidad de la generación siguiente. Esa y otras causas fueron probablemente las que permitieron a estos poetas apreciar la admirable poesía de Unamuno, hasta ellos no bien apreciada; Unamuno y también Machado han sido sus inspiradores. La labor de la generación queda en cierto modo vinculada a la revista Escorial, la más importante de las publicaciones después de la guerra civil”. Cernuda fue severo con su generación, puso en duda el esplendor literario de la República y se negó a entronizar a cualquier poeta por encima de los demás, argumentando que “el valor de un poeta no parece fácilmente ni prontamente apreciado por sus contemporáneos”. Con todo, el autor de La realidad y el deseo arriesgó una última enumeración: “Alguna parte de esta poesía joven halla su ascendencia en Aleixandre; otra parte mayor la halla en Machado, poeta al que, durante la etapa antes indicada, se postergó injustamente a favor de Jiménez. No son raras las composiciones con temas religiosos, así como tampoco las inspiradas en temas familiares; lo cual tal vez indicase continuidad, al menos en algunos de estos poetas nuevos, de la corriente que representan Rosales, Muñoz Rojas, Vivanco y Panero”.
La última cita de Luis Cernuda nos pone en suerte los comentarios sobre la poesía de Leopoldo Panero, para lo cual me apoyaré en el maravilloso prólogo que Andrés Trapiello redactó para la edición de Por donde van las águilas (1994), una antología lúcida, exquisita y valiente, donde Andrés se preguntó perplejo “¿Qué tierra es esta nuestra donde un poeta excepcional como Leopoldo Panero ha desaparecido de la memoria no ya de las gentes, sino de los propios poetas?”.
No encuentro mejores reflexiones acerca de la poesía de Leopoldo Panero, que las expresadas por Trapiello en «Una reconstrucción», su memorable prólogo a Por donde van las águilas. Ni en los estudios de Eileen Connolly o César Aller, ni en las evocaciones de Ricardo Gullón o Gerardo Diego, ni en los apuntes de Luis Rosales o Dámaso Alonso. Ni siquiera en el brillante prólogo que José Cereijo ha preparado para Memoria del corazón (2009), única antología de la poesía de Leopoldo Panero que es posible adquirir en librerías y que para este año de su centenario ha editado Renacimiento.
Andrés Trapiello advierte rotundo: “Hay poetas que lo son por el total de su obra. Tal sería el caso de Juan Ramón o de Cernuda. A otros en cambio podríamos verles enteramente en uno solo de sus libros, en las Soledades a Machado, en los Cantos de vida y esperanza a Darío o en este Escrito a cada instante a Panero”. Y sobre la poesía misma continúa así: “Panero habla siempre de tres cosas. Habla del paisaje que conoce. Habla de su familia, su mujer, sus hijos, su hermana, el abuelo Quirino... Y habla de Dios. En realidad sólo habla de la tierra que pisa y de los hombres que la habitan. En sus poemas Dios está un poco en todas partes. Pero como la misma soledad, Dios no puede ser argumento de un poema, sino la condición previa para que éste exista, es Él el creador de ese silencio necesario para que la palabra poética se deje oír. Incluso podría decirse que Panero habla en realidad de una sola cosa: del amor. El amor a su tierra, el amor a la familia, el amor a Dios”. Los invito a corroborar estas aseveraciones leyendo «El peso del mundo» y «Montaña con tiempo», dedicados a su tierra; «A mis hermanas» e «Hijo mío», dedicados a su familia; «Cántico» y «En tu sonrisa», dedicados a su mujer, y «Escrito a cada instante» o «En las manos de Dios», dedicados al creador del silencio que consiente el poema.
Hasta aquí me he limitado a glosar y ordenar lo que otros autores con más y mejores conocimientos han escrito sobre Leopoldo Panero. Sin embargo, como me haría ilusión añadir algo personal, me atrevo a sugerir que muchos poemas donde Leopoldo Panero habla de Dios, parecen beber de la dimensión religiosa que rezumaba la primera poesía de su maestro, el poeta peruano César Vallejo.
En efecto, Dios es omnipresente en la poesía de Vallejo, donde encontramos «las caídas hondas de los cristos del alma», «golpes como del odio de Dios», «viernesantos» más dulces que un beso y poemas como «Siento a Dios que camina tan en mí». En la poesía de Vallejo, Dios es la experiencia del dolor y del amor, la conciencia de la soledad y el sufrimiento, como en «En el templo vacío» de Panero: Lo mejor de mi vida es el dolor. Tú hiciste / de la nada el silencio y el camino del beso, / y la espuma en el agua para la tierra triste, / y en el aire la nieve donde duerme Tu peso. // ¡Señor, Señor! Yo he hecho mi voluntad. Yo he hecho / una ley de mi orgullo, pero ya estoy vencido. / Como una madre humilde que me acuna en su pecho / mi espíritu se acuesta sobre el dolor vivido. // Sobre la carne triste, ¡sobre la silenciosa / ignorancia del alma como un templo vacío! / ¡Sobre el ave cansada del corazón que posa / su vuelo entre mis manos para cantar, Dios mío! // Soy el huésped del tiempo, soy, Señor, caminante / que se borra en el bosque y en la sombra tropieza, / tapado por la nieve lenta de cada instante, / mientras busco el camino que no acaba ni empieza. // Soy el hombre desnudo. Soy el que nada tiene. / Soy siempre el arrojado del propio paraíso. / Soy el que tiene frío de sí mismo. El que viene / cargado con el peso de todo lo que quiso. // Lo mejor de mi vida es el dolor. ¡Oh lumbre / seca de la materia! ¡Oh racimo estrujado! / haz de mi pecho un lago de clara mansedumbre. / ¡Señor, Señor! Desata mi cuerpo maniatado.
César Vallejo se duele con Dios y hasta lo compadece, porque la compasión –como la condolencia- no es otra cosa que sentir el mismo dolor y padecer juntos. Así Vallejo dice en el poema «Dios»: Yo te consagro, Dios, porque amas tanto; / porque jamás sonríes; porque siempre / debe dolerte mucho el corazón; se lamenta de haber amado en «Agape»: ¡Perdóname, Señor! Qué poco he muerto; e incluso reivindica su humanidad doliente y mortal como en «Los dados eternos»: Dios mío, estoy llorando el ser que vivo; / me pesa haber tomádote tu pan; / pero este pobre barro pensativo / no es costra fermentada en tu costado: / tú no tienes Marías que se van! // Dios mío, si tú hubieras sido hombre / hoy supieras ser Dios; / pero tú, que estuviste siempre bien, / no sientes nada de tu creación. Panero también dialoga con Dios, pero en sus versos continúa dialogando con Vallejo, como en «Noche de San Silvestre»: ¡El más pequeño / minuto del vivir en Dios empieza! / Si tornas, caminante, la cabeza, / lejos verás tu corazón sin dueño. // Descalza por la nieve va la vida, / noche de San Silvestre, noche pura / por donde viene el tiempo a nuestro encuentro. // Del último minuto desasida / la gota se derrama, pero dura / el latido de Dios que queda dentro; o en la última estrofa de «Casi roto de Ti»: Como rota, Señor, mi sangre suena / en soledad de Ti, de Ti en costumbre: / llenos de Ti mis huesos, pero humanos.
No creo que resulte descabellado sugerir que la poesía de Vallejo perfumaba el poemario Escrito a cada instante, porque uno de los más bellos poemas del libro se titula precisamente «César Vallejo»: ¿De dónde, por qué camino había venido, / soplo de ceniza caliente, / indio manso hecho de raíces eternas, / desafiando su soledad, hambriento de alma, / insomne de alma hacia la inocencia imposible, / terrible y virgen como una cruz en la penumbra...?. Sé que estas intuiciones no las puedo demostrar como se demuestran los teoremas, pero creo que toda la vida de Leopoldo Panero y la dimensión religiosa de su poesía, podrían cifrarse en un desolador poema de César Vallejo titulado «Espergesia»:
Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.
Todos saben que vivo,
que soy malo; y no saben
del diciembre de ese enero.
Pues yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.

Hay un vacío
en mi aire metafísico
que nadie ha de palpar:
el claustro de un silencio
que habló a flor de fuego.
Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.
Hermano, escucha, escucha...
Bueno. Y que no me vaya
sin llevar diciembres,
sin dejar eneros.
Pues yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.
Todos saben que vivo,
que mastico... y no saben
por qué en mi verso chirrían,
oscuro sinsabor de féretro,
luyidos vientos
desenroscados de la Esfinge
preguntona del Desierto.

Todos saben... Y no saben
que la Luz es tísica,
y la Sombra gorda...
Y no saben que el misterio sintetiza...
que él es la joroba
musical y triste que a distancia denuncia
el paso meridiano de las lindes a las Lindes.

Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo,
grave.
¿Con qué palabra podríamos definir la vida de este poeta desleído y olvidado, proscrito de todos los índices onomásticos, repudiado por su viuda y maldecido por sus hijos? El poema de César Vallejo es la espergesia de Leopoldo Panero, porque leyendo a Vallejo acaso Panero descubrió arrasado, que él también nació un día que Dios estuvo enfermo.
Para que el horror sea perfecto, uno de los últimos poemas que Panero dejó inédito en sus cuadernos se titulaba «Epitafio», y su lectura podría ser de una obscena crueldad:
Ha muerto
acribillado por los besos de sus hijos,
absuelto por los ojos más dulcemente azules
y con el corazón más tranquilo que otros días,
el poeta Leopoldo Panero,
que nació en la ciudad de Astorga
y maduró su vida bajo el silencio de una encina.
Que amó mucho,
bebió mucho y ahora,
vendados sus ojos,
espera la resurrección de la carne
aquí, bajo esta piedra.
El poeta Leopoldo Panero jamás habría imaginado que al otro lado de la piedra, en el año de su centenario, sólo estaríamos nosotros.
Fernando Iwasaki
Sevilla, 14 de Diciembre de 2009

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