Homenajes en dos lenguas al autor de «Merlín y familia» y reedición en dos felices tomos de su obra literaria.
ALFONSO ARMADA / MADRID
Día 14/05/2011
PPÁNFILA DE LOS DORIA, DOÑA: Viuda rica genovesa. Tenía su casa en Corfú y amarraba sus naves en el muelle de la Cigüeña. También tenía tienda de efectos navales. Los dos primeros maridos se le perdieron en naufragios en las Sirtes, y el tercero se le escapó con una contorsionista napolitana y una goleta cargada de cebada croata. Le gustaba encandilar a sus pilotos enseñándoles las piernas. Finalmente se apasionó de su enano negro un día que lo vio en el baño».
Dicen que Álvaro Cunqueiro, nacido en la levítica y medieval ciudad de Mondoñedo en 1911 (es decir, hace la humorada de un siglo), que murió en la industriosa y cainita ciudad de Vigo en 1981. Pero como prueba el breve apunte biográfico de la famosa Doña Pánfila de los Doria, extraído de su novela «Las mocedades de Ulises», está más vivo que nunca. Hagan si no la prueba. Los dos primorosos tomos de las «Obras literarias» que acaba de reeditar la Biblioteca Castro pueden servir para jugar a un Talmud cunqueiriano: ábranlo por cualquier página y se encontrarán con frases como cometas. Leer a Cunqueiro es como hacerse a la mar cualquier día al atardecer, con mar levemente rizada, bajo pabellón otomamo y cielo turquesa, los ojos de un niño deslumbrado por los aparejos y el bregar de marinos australes y de ébano soltando amarras y todas las expectativas de Simbad, Merlín, Ulises, Orestes, Fanto Fantini Della Gherardesca y demás familia. Basta con asomarse a los índices onomásticos de sus once novelas para encontrar compañía con la que platicar en las noches de luna llena en los bosques que sitian el cementerio de Mondoñedo (donde duerme, entre mirlos, el sueño de los justos). Pero tambien en el balcón de su casa de Vigo, en el que le gustaba calarse hasta los huesos, o en las madrugadas de cuarzo de Madrid, donde a las dos de la madrugada, en el ABC de la calle de Serrano, si la censura levantaba una página, allí estaba Cunqueiro. En una hora escasa, dejaba niquelada una nuevecita y a salvo de los custodios del orden, con los que el gallego no acabó de entenderse, a pesar de haber llegado a la capital disfrazado de falangista. Sería por eso.
La no poco propalada teoría de que los verdaderos inventores del realismo mágico no nacieron ni en Macondo ni en Comala, sino en Mondoñedo y en Ferrol (el Castroforte del Baralla que Gonzalo Torrente Ballester hacía levitar en «La saga/fuga de J. B.»), volvió a salir a colación el jueves en la sala Valle-Inclán del Círculo de Bellas Artes de Madrid, en el primero de los diez «faladoiros» (mesa redonda en «enxebre») organizados por la Xunta de Galicia para celebrar el «centenario cunqueirán». Los debates seguirán por tierras gallegas, junto a la exposición que recrea la vida y la obra de Cunqueiro y que hasta el 18 de este mes se puede ver y pasear en el auditorio Pascual Veiga.
El periodista Carlos Reigosa, que a pesar de hacer de maestro de ceremonias casi agota vidas y obras del homenajeado, empezó convocando al fantasma de Francisco Umbral, más partidario de Cunqueiro que de García Márquez. Recordó Reigosa que el propio Cunqueiro dijo que «el realismo fantástico» (así lo llamaba) lo había practicado Torrente en «El viaje del joven Tobías». Otro de los «falantes» del «faladoiro», el poeta Vicente Araguas, reconoció el semiolvido en que su generación tuvo a «Don Álvaro, en la universidad sesentayochista, tan prejuiciosa», para acabar evocando su época de Voces Ceibes cantando el arranque de un poema de Cunqueiro musicado (sin permiso del vate) por Luis Emilio Batallán, «Quen puidera namorala» (Quien pudiera enamorarla), y que habla de que en el nido nuevo del viento hay una paloma dorada.
Resalta Miguel González Somovilla en el prólogo a uno de los volúmenes con papel de sándalo, color marfil batido en confitería de Lugo y aroma de vainilla e imprenta anarquista, que «lejos de resentirse o devaluarse con el paso del tiempo» la obra de Cunqueiro —que ha sufrido «de olvido e incluso de menosprecio»— revive. Basta hacerse a la mar y leer para comprobarlo.
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