jueves, 13 de mayo de 2010

'Rojo y negro', de Juan Bonilla en El Mundo

Con ser excelente e importante el libro de Vicente Sánchez Biosca Cine y Guerra Civil española publicado por Alianza Editorial, lo que lo convierte en excepcional es el DVD que se le adjunta: la película de Carlos Arévalo Rojo y negro, que, después de estar en los cines madrileños durante tres semanas del año 1942, desapareció misteriosamente hasta que fue redescubierta en la Filmoteca Nacional. Se trata de una película impresionante por varias razones: el contexto, por ejemplo, es el encargado de dotarla de tacones que la alzan muy por encima del cine español de la época, pues hay en ella una valentía y una personalidad que es vano buscar en las demás.

Pero, sin ese contexto, la película seguiría siendo una obra distinguida en la que hay unos cuantos detalles magistrales. Narra la imposible relación amorosa entre un anarquista y una falangista en el Madrid rojo: una relación amorosa a la que, épicamente, sólo puede hacer justicia la muerte de ambos personajes. La muchacha, activista de Falange, en pos de algunos compañeros detenidos por los comunistas, se atreve a echar una ojeada a la checa de las Adoratrices, antes de ser detenida y llevada a Fomento -hay ahí un plano magnífico en el que, como en La vida, instrucciones de uso de Perec, o en 13 Rue del Percebe, vemos lo que pasa en un edificio como si en éste no hubiese fachada que cubriera los interiores.

Sánchez Biosca estudia minuciosamente la película de Carlos Arévalo -director también de Harka, aquella película sobre la Guerra de Marruecos en la que el capitán Alfredo Mayo protagonizaba un momento muy gay al pillarse un rebote tremendo cuando su compañero le dice que va a casarse-, y lo hace no sólo por lo que la película nos cuenta -Biosca demuestra a lo largo del libro que es un excelente contador de películas- sino también por oposición. Oposición con la película franquista por excelencia, Raza, esa singular pamplina escrita por el propio dictador y dirigida por su cuñado. Sólo como testimonio de la planicie mental de quien escribió la película puede servir hoy Raza: obra de un temerario que no le teme, ni mucho menos al ridículo, y de un egoísta que confunde la bochornosa educación sentimental propia con la de todo un país -pues ha alcanzado la espléndida convicción de que el país y él son exactamente la misma cosa: para alcanzar esa convicción, hizo falta un millón de muertos, pero no parece que al autor de la película el precio le pareciese excesivo-.

Mientras Rojo y negro es expresión del modelo falangista que fue aplastado por el franquismo en cuanto terminó la Guerra (la decapitación de Serrano Suñer fue la demostración más precisa), Raza es expresión del monumento a sí mismo que Franco pretendía fomentar. Hay otras películas cercanas a Raza, de la misma época, que no pueden verse sin sonrojarse (nunca mejor dicho), como la italoespañola Sin novedad en el Alcázar. En Rojo y negro, lo que importan, como en todo relato que se precie, son los matices, la complejidad. Resulta singularmente arriesgado dar el protagonismo de la heroicidad inevitable a una mujer, tanto como presentar la bondad sentimental del anarquista que, una vez que es avisado por la madre de la muchacha de que han retenido a ésta, la busca concienzuda y desesperadamente hasta encontrarla abatida a tiros. El hallazgo disparará su transformación: de anarquista pasa a suicida. Es curioso comprobar cómo Justificar a ambos ladosse da la transformación del rojo en Raza, de Sáenz Heredia, y Jaime de Andrade. No hay ningún hecho, como el que sirve en Rojo y negro a esa transformación, que la justifique: se da sin más, en un momento dado, cuando le hace falta al guionista. El rojo Churruca se vuelve azul y les grita a los canallas que hasta entonces habían sido de los suyos que son todos una pandilla de indeseables y que España triunfará sobre ellos, y todo eso.

El libro de Sánchez Biosca repasa con detenimiento e inteligencia el tratamiento de la Guerra Civil a lo largo de 70 años de cine: de las películas de propaganda realizadas en ambos bandos -entre las que destaca, sin duda, Sierra de Teruel, de Malraux, de un lado, y Boda en el infierno, otra filme maldito, del otro- a los últimos estrenos -Soldados de Salamina, La hora de los valientes o la visión azucarada de Garci-.

Ahora Guillermo del Toro se ha atrevido a hacer de la Guerra Civil escenario de una película fantástica, El laberinto del fauno. En todo el arsenal de fotogramas que ha inspirado la Guerra Civil, no falta ya ningún género: desde la propaganda de bandos a la parodia amable. Arcadi Espada lo dijo en una frase inevitable: «La Guerra Civil es la principal industria cultural española».

Una tragedia de esas dimensiones es difícil, en efecto, que no tuviera que padecer o disfrutar de la suerte o la desgracia de convertirse en industria cultural. Pero hay maneras y maneras. La honradez, la fuerza, la valentía de Carlos Arévalo recibe hoy, por fin, recompensa por una película que no debería faltar cuando se hagan esos dichosos recuentos en los que se ofrece una lista de las películas indispensables de nuestro cine.

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