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Rafael Sánchez Saus |
EL
tren de Cádiz rompe la mañana bajo el sol joven, como impulsado por el
viento del norte. El penúltimo temporal de este invierno tardío ha
dejado la risa multiplicada del agua en todo, nunca demasiada en
Andalucía. Desbordan los arroyos, rebosan carriles y besanas, la marisma
vuelve por sus fueros y por unos días los ánades azulones recobran
horizontes que hasta ayer les usurpaban la alondra y la cogujada.
Brillan la mata del olivar, las pequeñas viñas familiares del borde
marismeño, removidas por la savia nueva, y las lomas refulgen de un
verde intenso que anuncia ya la explosión multicolor de la primavera, la
mies mecida por el viento de mayo, los oros de junio. Hay en todo un
gozo de vísperas contenido, y así ha de ser "pues la expectación ansiosa
de la creación está aguardando la revelación de los hijos de Dios".
Bendito tren que, además de darnos ojos, aviva la memoria. Tenía
apenas veinte años cuando pude seguir el primer cónclave que recuerdo,
el posterior a Pablo VI que eligió al efímero papa Luciani. Para mi,
entonces, la fe tenía más que ver
con jóvenes y guitarras, con canciones pegadizas que hablaban de un
amor capaz de iluminar caminos, de transformar la muerte en vida, que
con fastos eclesiásticos, apenas entrevistos en versión cofrade e
hispalense. Cómo me sorprendió y cautivó, tras leve resistencia, la
belleza emanada del orden, de la jerarquía, del ritual, toda aquella
liturgia extraña y remota en la que, sin embargo, asombrosamente, latía
algo familiar y próximo, algo que la emparentaba misteriosamente con
nuestros encuentros informales, a menudo sentados en el suelo, para
hablar y rezar "con Jesús en medio", más aún con la misa de última hora
de la mañana en la capilla de la Universidad, junto al Señor de la Buena
Muerte. Hay muchas formas de sentir la alegría de la catolicidad, el
orgullo legítimo de ser parte de la Iglesia y, en estos días de corazón
en vilo y oración pronta, desde Roma nos llegan imágenes y sonidos
arrancados a los siglos, símbolos poderosos que sostienen nuestra
debilidad, que podemos traducir en razones, sobre los que fundamentar
esperanzas. Siempre joven, siempre santa, sacudida por nuestros pecados
pero nunca sometida por ellos, la Iglesia de Cristo sigue su caminar y
confía porque "donde dos o más se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en
medio de ellos". Por eso ha habido fumata blanca.
Artículo extraído de Diario de Sevilla.