martes, 3 de abril de 2012

Fallece Antonio Mingote a los 93 años.

                                                                              Antonio Astorga (ABC)
Antonio Mingote ha fallecido a los 93 años, 59 consagrados a ABC. Dibujante, escritor, académico, marqués de Daroca, un ser de luz admirable. Nadie derramó tanto prodigio en vida. Nadie fue tan generoso con el prójimo.
Murió rodeado de lo suyos: su alma y esposa Isabel Vigiola, su hijo Carlos, su nieto Pablo... su familia, a la que adoraba. Dios ha llamado a su reino a su Ángel Antonio Mingote en la tierra. La vida le ha vencido en el Hospital Gregorio Marañón, donde llevaba ingresado desde hace unos días, y se despertó un par de veces para despedirse de los suyos.
Hoy, el pueblo de Madrid, la gente a la que él historió y quería como nadie, le brindará un multitudinario y emotivo último adiós en la capilla ardiente que se instalará esta tarde a las 19 horas en los Jardines de Cecilio Rodríguez, en el Parque del Retiro de Madrid. La capilla volverá a abrirse mañana (entre las 10 y las 19 horas) y, tras el cierre, Mingote será incinerado en una ceremonia íntima y familiar.
Antonio Mingote era un extraterrestre que amerizó desde la constelación Trabaja, Idiota, y No Pares.
—Jajaja. Sí, ¡qué barbaridad! Pues tendré que parar. Ya me parará, supongo, la fisiología. De un momento a otro, de un momento a otro, pero bueno; es lo que toca...
Hace meses, le importunábamos en su sanctasanctorum:
—¡Buenos días, maestro!
—Ya ve, aquí me tiene, atado al duro banco. ¡Hasta que el cuerpo aguante! Acérqueme la grabadora.
—¿Por qué don Antonio?
—Es que antes tenía una voz de barítono... y ahora una voz de ¡gilipollas!
Fue su última entrevista. Compartir con él y con Isabel unos días maravillosos —en un documental que pueden disfrutar en ABC.es—, en su casa, en su estudio, en el Museo de ABC, en el Retiro, del que es alcalde honorario y donde hace muchos años sembró un abeto que hoy se desangra en dolor por la muerte de su plantador. Nos confesó que le faltaba hierro: —¡No se preocupe, usted es de madera de boj!, le animamos.
Y se despidió de nosotros con una sonrisa, esa con la que cada mañana subía a su azotea, y con exquisita educación saludaba: «¡Buenos días, gente!». Sentía Mingote la vida ora con la tierna timidez del niño que observaba gamusinos mientras acudía a misa de doce cada domingo ora con la bendita paciencia del domador de fieras. Su humor era el pánico de los alindongados, amohinados, barbilindos, currucatos, chisgarabises, fifiriches, golillas, lechuguinos, mojigatos, pisaverdes, pudibundos, zangolotinos y zascandiles.
Resumía un editorial en una viñeta desde su independencia y su amor por la libertad, el auténtico bálsamo de fierabrás contra conjuros, exorcismos, hechicerías, encantamientos, demonios familiares, brujerías, maleficios... Desde esa azotea observaba día a día lo que en tiempos de Pío Baroja fue una enorme extensión de trigales verdes que llegaban hasta el Cerro de los Ángeles, resquebrajada únicamente por las dos filas de casas para pobres construidas a la altura de Pacífico. Eran los desheredados, los humildes, los ninguneados de la Historia, los hombre solos, que Mingote esculpía.
Nació este doncel harto curioso, de nombre Ángel Antonio Julián Orson Dulce Nombre de María Mingote Barrachina en Sitges, en casa de los abuelos. Vino al mundo el 17 de enero de 1919, día de San Antonio Abad. Hijo del músico Ángel Mingote y de Carmen Barrachina. Pesó dos kilos setecientos gramos.
Pasó la niñez en Calatayud y Daroca, —de donde fue nombrado marqués por el Rey—, entre la nieve de la montaña, el castillo, las murallas, y su primer colegio, los Escolapios en la Puerta Alta. Un día, al salir precipitadamente, Mingote dio con su cabeza en una piedra del quicio. Y la cicatriz nunca le abandonó.
En 1927, los Mingote se trasladan a Teruel. Allí es tiple solista en el coro del Colegio de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, y empieza a alcanzar éxito como dibujante. Vuelve a tropezar con la segunda piedra: se rompe la nariz contra un árbol del patio, lo que escachifolla irreparablemente su natural belleza, la del árbol, se refería. Con el tiempo se convertirá en barítono.

Toma de Barcelona...

En 1929 principia su Bachillerato con los Padres Franciscanos de Teruel. Descubre su amor, su pasión por el teatro, y comete su primer pecado mortal —contemplado en el Sexto Mandamiento—, del que se confiesa con el padre Ramón Gorriti Pedrés. Recibe una reprimenda severa y una penitencia grande.
En el Instituto, Mingote pasa de alumno libre a alumno (lo que le hace más libre). Vive años felices porque su madre le instruye, su padre matiza sus estudios y descubre la riqueza literaria del 98 y el 27. El 17 de julio de 1932, con trece años, Mingote dibuja en Teruel al conejo «Roenueces» y lo envía al suplemento infantil «Gente Menuda», de Blanco y Negro, que lo publica.
Y en su casa, frente al Instituto, descubre a la chica que será su primera novia, con la que hace manitas a escondidas, algo que estaba terminantemente prohibido: «Nos amenazaban con enviarnos al infierno. Los curas nos hicieron mucho daño. ¿Cómo vas a hacer caso al Infierno cuando eres joven y tienes a tu lado a una preciosidad de mujer? ¡Además, eso del Infierno es un invento perverso», arreciaba.

1936-39
Con 16 años, Antonio Mingote se pregunta perplejo qué es la guerra, a lo que nunca logró responder. Nieto por parte de padre y de madre de dos veteranos carlistas, e hijo de un difuso derechista, deriva en requeté. Se alista. Lo destacan en el Tercio de Santiago en la Sierra de Albarracín (Orihuela del Tremedal). Teruel es ocupada por el ejército entonces llamado rojo. Reconquistada la ciudad, acude con la esperanza de poder encontrar noticias de sus padres y hermana. Teruel es una escombrera humana y solo tres o cuatro personas deambulan entre las ruinas. Meses después recibe noticias a través de Cruz Roja. Viven sus tres familiares, pero su padre ha sido encarcelado.
Como alférez provisional, Mingote hace la campaña de Cataluña. Le llegan noticias de que su madre y su hermana están en Barcelona, en el piso de su tío Samuel Barrachina, en la calle Muntaner (su padre permanece en la cárcel en Valencia). Y Mingote emprende la conquista de Barcelona. Su abuelo, que era carlista, no se movió de Sitges; era un sabio respetado por todo el mundo, seguía con su cuello de pajarita, sombrero, bastón, y había sido maestro de veinte generaciones de sitjetanos. Pero su tío Samuel sí era político, de derechas, y se fue.
Cuando llega a Barcelona Antonio Mingote es ya un bravo alférez provisional de la Quinta de Navarra, del Cuarto Batallón de Infantería del Regimiento de Zamora número 29, lo cual recordaba siempre con mucho cariño. La tropa para en el Tibidabo y al final de la calle Montaner, que está en cuesta, vivía su madre, a la que no veía desde hacía tres años, y probablemente su hermana.
Mingote le implora a su superior, apellidado Trapero: «Mi comandante, tengo que bajar a esa calle». Trapero le pregunta si está loco. Mingote insiste: «Bajo, veo a mi madre y me vuelvo...» Le dio tanto la lata a Trapero, que al final cedió. «Mi comandante, no se enterará», le promete. Antonio Mingote toma a su asistente, Miguel Flores, asturiano, grande, alto, de su quinta y edad, y baja decidida y marcialmente por la calle Muntaner.
La gente le mira extrañada, en silencio, por su uniforme e insignias que no le son familiares. Mingote llega a la casa de su tío Samuel, llama, sale una señora, le pregunta por Doña Carmen Barrachina, y le informa que se ha ido a Sitges tres días antes. Devuelve Barcelona y retorna al Tibidabo. Esa fue su guerra. Mingote portaba un pistolón que había sido de un comandante rojo, una zamarra de cuero, y una boina con estrella.

...y devolución de Barcelona

El joven alferez regresa y le notifica a Trapero: «¡Ya he devuelto Barcelona!» Y repiquetea: «Comandante, ahora yo le pido permiso para ir a Sitges porque mi madre está en Sitges». Trapero transige a regañadientes. Mingote se acurruca en el remolque de un camión hasta un puente, y de allí cuarenta kilómetros, casi una maratón, hasta Sitges.
Soldado en Salamina. Es de noche, llovizna, la carretera abotargada de charcas y ni un alma a la redonda, en plena Guerra Civil, sitiada Barcelona. Ni un guardia, ni una patrulla. Mingote y su asistente amanecen en la localidad costera. Asoma un sereno y Mingote pesquisa: «Oiga, ¿dónde está la casa de don Esteban Barrachina?» (su abuelo). Y el sereno le notifica: «Esta mañana le hemos enterrado».
Mingote se desploma por la pérdida de una persona esencial en su vida. Luego se enteró de que, como don Esteban había sido carlista, Franco hizo tenientes a todos los veteranos de la guerra carlista; unos requetés le llevaron una boina roja a su abuelo con las estrellas de teniente, se la puso, fue a una misa de campaña, hacía frío, llovía, se enfrió y don Esteban se murió.
Mingote persiste, llega a la casa de su tío Samuel, un caserón con una puerta grande de madera, aporrea la aldaba, y se escucha una voz desde dentro: «¡Mi hijo!, mi hijo». Era su madre la que gritaba emocionada, bajó, le abrió, y se fundieron en el abrazo del alma. Mingote vuelve al batallón, que había tomado Barcelona. Cuando se incorpora se había producido un encontronazo con muchas bajas. Y de ahí hasta la frontera, con Montserrat en lontananza. La Prensa alaba la magistral operación de la toma de Barcelona; Mingote, que la conquistó como un hombre solo, sonríe escéptico.
Con la paz tras el marasmo de la tragedia, Mingote se traslada a Zaragoza y se incorpora a la familia, que ya vive allí. Tiempos difíciles. Se matricula en la Facultad de Filosofía y Letras, donde estudia dos cursos. Ingresa en la Academia de Transformación de Infantería, en Guadalajara, y se transforma en militar profesional.
Los ratos de claro en claro los aprovecha para escribir novelas policiacas, con el pseudónimo de Anthony Mask, como «Ojos de esmeralda», que sitúa en Nueva York; y del Oeste, «Los revólveres hablan de sus cosas». Cuando le destinan brevemente a Guipúzcoa mantiene relaciones con una joven de Tolosa. Pasean y hacen manitas; él sobre el caballo y ella a lomos de una bicicleta. Dadas las dificultades para culminar un amor tan raro, se devuelven los regalos.

La vida, qué esplendor

1944. Mingote llega a Madrid, vive en una calle de genios —Blasco de Garay—, dibuja y escribe cuentos mientras cuida de su madre, inmovilizada por una embolia. Y se lanza a la aventura alada de La Codorniz. A finales de 1946, un compañero de pensión, amigo del alma codornicesca Álvaro de Laiglesia, le lleva a la redacción a presentarle junto a sus dibujos. Es admitido.
La Codorniz dejó en ridículo y en evidencia todas las cursilerías, la ranciedad y lo viejo que quería ponerse de moda. Fue la otra generación del 27. La madre de Antonio Mingote muere en abril de 1947. Un año después publica «Las palmeras de cartón», novela ilustrada por Goñi, para él uno de los grandes dibujantes. Estrena una revista musical, y le dice adiós al Ejército y a las armas, que no gastó.
Tertulias de café —Varela, Comercial, Gijón...—, y charlas interminables con Carlos Clarimón, Rafael Azcona, Manuel Alcántara sobre el esplendor de la vida. Lo raro era vivir, y mientras hablaban Antonio dibujaba en la mesa del café usando como pincel una servilleta de papel enrollada, empapada en los restos de la taza. Era un dibujante como una catedral.
La incorporación de Antonio Mingote a ABC se produce en 1953. Torcuato es el primero de los Luca de Tena a quien debía tanto agradecimiento. El segundo en su cronología sentimental será el padre, Juan Ignacio; el tercero, don Guillermo, el inolvidable patrón. Publica un chiste diario: más de 24.000 dibujos. Nadie se desprendió tan generosamente de tanto talento en vida.
En 1955, Antonio Mingote se casa por vez primera y el 29 de noviembre nace su hijo Carlos. El genio dirige con magistral pulso «Don José», y un artículo suyo reforzado con chistes en la revista y en ABC hiere la sensibilidad de unos comerciantes de comestibles. Le denuncian por injurias, se sienta en el banquillo, le piden un millón de pesetas de multa y el destierro, recauda doce pesetas de sus admiradores, le defiende Luis Zarraluqui, le absuelven, apelan los comerciantes al Supremo, llegan a una entente cordial, Mingote dice que no tenía ánimo de injuriar, los tenderos le regalan un jamón, y Santas Pascuas.
Nuestro héroe peregrina con el jabugo a aguas de Almería, donde queda decimotercero en el Campeonato de Andalucía de Pesca Submarina; en la báscula presenta un mero de cinco kilos, tres doradas, un salmonete y una señora entrada en carnes que se bañaba por ahí. La buena mujer es rechazada por el jurado y Mingote pierde el premio y la licencia. Le ganamos para el humor.
Antonio conocería a su alma, su orden, su maravillosa compañera Isabel Vigiola en casa de Edgar Neville, de quien era secretaria. Un día, Isabel llamó a Antonio para felicitarle por un chiste muy divertido en ABC. Él estaba casado, y ella tenía novio. Antonio se separa, se hacen amigos, pero no hay flechazo. Año y medio después de separarse, a Antonio le operan de vesícula. Tono le dice a Isabel que Mingote está muy grave, y a su novio le sienta muy mal que llame a Antonio, que se ponga al teléfono y hable con ella.
«Yo creo que ahí ya debía haber algo por parte de él. Cuando acabé con mi novio y le cuento a Antonio mis penas, me dice: ¿Por qué no me ayudas? Él tenía un follón descomunal de papeles. Y por las tardes le ordenaba su despacho», recuerda Isabel, su orden, su alma. A los cuatro meses descubren que están enamorados, y se casan en 1966. Isabel le abre cartas a Antonio que él tenía sin desprecintar desde 1955.
Mingote se quejaba del orden de Isabel, pero ella siempre le decía que si no se hubiera enamorado de él jamás habría sido su secretaria. ¡Porque como jefe no se le podía aguantar de desordenado, de desigual, de arbitrario!, le susurraba. Un buen día Antonio le dice a Isabel que no tienen dinero para comer. Isabel abre un cajón y halla 50.000 pesetas, él no se acordaba de que las guardaba. Y ha seguido sin saber lo que valen las cosas. No llevaba suelto en el bolsillo. Genio y Mingote.
Guionista de cine —como «Vota a Gundisalvo», personaje político extraído de sus chistes, ¿y a usted qué más le da?—, en 1974 estrena su comedia musical «El oso y el madrileño» con notable éxito, y Narciso Ibáñez Serrador le encarga para televisión «Ese señor de negro», conducida por Antonio Mercero. Mingote dirigirá su propia película, rodada en súper 8 en Marbella, con los grandes de la comedia: «La vuelta al mundo en ochenta espías». El filme es joya de coleccionista, alguna matahari lo debe poseer.
La dirección de «Don José» le reporta a Mingote la amistad de Tono, dibujante fabuloso, humorista rompedor no apreciado en lo que tuvo de innovador junto con Mihura. Y gracias a Mingote nace una generación de nuevos creadores —Ballesta, Puig Rosado, Abelenda, Máximo, Madrigal, Cebrián...—. La amistad era sagrada para él: Ildefonso Manuel-Gil, Luis Sánchez Pollack, Tip, Alfonso Ussía... y así más de un millón de amigos... Mingote fue un hombre libre.
En la radio, Antonio preside el «Debate sobre el Estado de la Nación», bajo la dirección de su amigo Luis del Olmo, que hoy llora su pérdida destrozado. Antonio iluminó el Quijote —el sueño de su vida— con 600 dibujos que son puro prodigio; Cervantes era, para él,padre de todo el humor español, aunque al manco le negaran el pan y la sal por ser humorista. Lo crucificaron... Y en España el humor es despreciado. Si los cursis que se hacen los trascendentes pudieran hacerlo prohibirían el humor, sospechaba. Sería como prohibir el amor. La vida es libertad, humor y amor.
Es elegido académico en enero de 1987. Juan Rof Carballo le dijo que le habían nombrado no porque fuera «listo» sino para que, dada sus amistad con el alcalde, consiguiera plaza de aparcamiento para los insignes doctos. Esa noche, Mingote cenó al lado del edil Juan Barranco, le contó la historia y a la mañana siguiente los del Ayuntamiento ya estaban poniendo la señal de VADO en la RAE. El día que ingresó llovía a mares, y el todo Madrid, desde marquesas de pitiminí a pobres de portal, daban la vuelta al viejo caserón de la calle Felipe IV. A Mingote le encomendaron la tesorería, y multiplicó las codornices y los panes académicos.
Era un artista en falsificar cuadros; tenía todo el Prado en su casa y, créanme, nos daba gato por Meninas y nosotros, pobres paletos desarrapados, ni nos enteraríamos. Descreía Mingote del fanatismo patriótico, «que es la lepra», y denunciaba al nacionalismo como el obstáculo principal para que España no sea una nación cómoda, simpática, alegre y cordial.
De solo pensar que con su lápiz de dibujante podía convocar el levantamiento de millones de piadosos creyentes, musulmanes, fervorosos, adversos al cerdo y abstemios declarados, Mingote se sentía tan «ridículamente poderoso» que se ponía a llorar «abrumado».
Al marqués de Daroca una vez le dio quijotesca. Se subió a una mula, se armó con un taco de billar, irrumpió en el Casino de Peralejo, donde jugaban a las cartas y al dominó unos lugareños, y al grito de «¡Atrás, follones!» los desalojó del recinto. Don Mingote de la Mancha no volvió a probar el anís. Historió a la gente en una sublime epopeya que nació en Blanco y Negro, y talló poesía (de la experiencia): «Soy un vate de domingo», se autorretrataba Mingote, un Dios que quería a todo el mundo, un extraterrestre por el que hoy romperemos nuestros garrotes de trogloditas. Hay días en los que a uno no se le ocurre nada que escribir. Ni que decir.

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