martes, 16 de noviembre de 2010

Berlanga o el esperpento piadoso por Ignacio Camacho


EL tiempo había agrandado su leyenda con la corona de bruma que aura a los genios, y más que un hombre había empezado a ser un concepto, un adjetivo, una categoría. Lo berlanguiano es un modo de entender desde el humor y una cierta compasión orgullosa ciertos rasgos de la identidad española, a medias entre el ridículo, el casticismo, la exageración y la parodia. Es el esperpento contemporáneo, el espejo satírico de la gran histrionada nacional, la deformación de ese trazo grotesco y agrandado que nos convierte en sujetos de un quijotismo burlón y estrafalario. Lo berlanguiano una cicatriz de la psicología colectiva que cruza el rostro de un país marcado por los demonios de su historia, a los que siempre termina asomándose con la bizarría de los viejos hidalgos trasnochados que ya asoman en la picaresca del Siglo de Oro. Lo berlanguiano es la antípoda de la posmodernidad, una caricatura de la vieja España esencialista y atrabiliaria que permanece emboscada detrás de los esfuerzos por ponerse al día; un retrato más tierno que ácido, más jocoso que vitriólico, más indulgente que canalla, de esa eterna pasión tan nuestra por la desmesura, el exceso y la extravagancia.
Berlanga era nuestro Fellini, otro tipo que también logró derivar su apellido en una cualidad. Hay un hilo conceptual que va de Quevedo a Cela pasando por Goya, por Larra, por Galdós, por Solana y por Valle; una visión cáustica, ennegrecida, grotesca y mordaz de lo español que en Berlanga se remansa con un toque compasivo, humanitario, piadoso y una pizca de orgullo identitario exento de remordimientos y empapado de una cierta cordialidad complaciente y divertida. Los retratos berlanguianos son más dulces que crueles porque nacen de una visión tolerante de nuestros defectos congénitos. El alcalde de Villar del Río, el marqués de Leguineche, el verdugo pequeñoburgués o los milicianos de «La vaquilla» son personajes de una íntima familiaridad dibujados con más condescendencia que amargura. Alrededor de ellos gira un mundo chocante, fallero y estrambótico pintado con brocha de pelo gordo para endulzar por contraste su humanidad casi conmovedora de perdedores históricos y crepusculares. Así era, en el fondo, su propio autor: un hombre poliédrico, contradictorio, torrencial, un genio espontáneo cuyo carácter sublimaba mediante el humor la tragedia de un siglo marcado —también en su propia biografía familiar y personal— por la violencia, la discordia y el desencuentro. Berlanga es pura españolidad: exuberancia, paradoja, contraste, plétora y disparate. Farsa, sainete, burla autocrítica contra un destino trágico. Y un toque de aristotélica piedad para escapar a través de la risa del túnel de nuestros largos despropósitos.

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