En los años en que gobernaba la derecha vergonzante se registró una discreta reacción contra cierta tendencia historiográfica, nada nueva en nuestro país, que cabría resumir en la negación de España como nación y en la consideración de su historia como una equivocación colosal.
Surgieron así, no sé hasta qué punto por iniciativa oficial, algunas obras, entre las que quisiera destacar Reflexiones sobre el ser de España (Madrid, 1997), de la Real Academia de la Historia, y España. Tres milenios de Historia (Madrid, 2000), de don Antonio Domínguez Ortiz, que además zanjaba en las Reflexiones susodichas, con una ponencia magistral, el traído y llevado asunto de "Las Tres Culturas en la Historia de España". El título del libro del profesor Domínguez Ortiz venía a salir al paso de la pretensión de ciertas regiones o provincias, abusivamente llamadas históricas, de conmemorar –al socaire del impreciso término nacionalidad, metido de contrabando en la Constitución del 78– unos milenarios más bien imaginarios.
Aunque sólo fuera por ese motivo, yo recomendaba la lectura de esa obra, resumen muy ameno y convincente de la historia de España, al menos tal como la estudiamos los bachilleres del plan de 1938. El relato iba desde luego algo más allá de lo que abarcaban aquellos manuales escolares, a saber, la época en que ese plan se aplicó, que era la de Franco, una época que aún no había pasado a la historia cuando yo cursaba el bachiller. Mientras una época no pasa a la historia, todo lo que sobre ella se escriba no es historia, sino prensa y propaganda o, si se prefiere, crónica más o menos fidedigna u opinión más o menos sesgada. Con esto trato de decir que el libro de Domínguez Ortiz habría salido ganando si el último capítulo lo hubiera cerrado con las exequias del Caudillo, en cuyo largo mandato llegaba incluso, con las reticencias de rúbrica, a señalar algunos aciertos. Y es que la página y media que le sobraba era un elogio desmesurado de esta Transición que aún no sabemos a dónde nos va a llevar y que él, que no hay período histórico en el que no señale cosas buenas y malas, presenta como la culminación y la plenitud de los tiempos históricos.
Es muy probable que esa página y media fuera imprescindible para cumplir con los comanditarios de la obra. Es muy difícil que una adhesión inquebrantable a un orden nuevo no lleve consigo una condena del orden precedente que pasó a mejor vida. La damnatio memoriae es una penosa tarea que los historiadores deben dejar a los folicularios, que son legión. Por eso, a la vez que recomendaba el libro de Domínguez Ortiz, recomendaba otro que a mi modo de ver daba una idea más completa y documentada de esa época que pasó a la historia y que sus detractores se empeñan en demostrar que sigue teniendo una polémica actualidad: Franco. Un balance histórico, de Pío Moa.
En él se describe con todo pormenor una época, la que va de la caída de Primo de Rivera hasta el final de la guerra civil, por la que Domínguez Ortiz pasaba con los miramientos al uso. Esos miramientos no eran otros que los de la clase política, empeñada, una vez bajo el marco de la Constitución de 1978, en hacernos creer que el nuevo régimen traía su legitimidad, según losreformistas, de la Constitución de 1876, o, según los rupturistas, de la de 1931. La instalación en el Poder de estos últimos por segunda vez, a raíz del estrago de marzo de 2004, hizo que prevalecieran unos puntos de vista en cuya virtud la historia como fue dejaba paso a la memoria histórica, es decir, a una historia no como fue, sino como algunos preferían que hubiera sido. Naturalmente, cuando se niega y se condena con semejante desenvoltura una época que aún está en la memoria de muchos, la operación no se limita a los tiempos modernos, sino que se remonta a los orígenes de los tiempos, y trepa o repta en su condena y su negación desde la fecha hasta la cruz.
Ya en los primeros tiempos del régimen actual, en unas reuniones celebradas en Lisboa y en Salamanca, un rupturista de la variedad andalusí proponía con un aplomo estupendo reivindicar la civilización cartaginesa frente a la romana, y en cierto museo arqueológico se elimina ahora todo lo referente al arte visigodo. Baste con estos dos botones de muestra para justificar que Pío Moa venga a reforzar los Tres milenios de Domínguez Ortiz, ante las embestidas de la memoria histórica. Esa es, creo yo, la finalidad de esta Nueva Historia de España, que abarca de la Segunda Guerra Púnica al siglo XXI.
La Nueva Historia de Pío Moa no es, ni mucho menos, una historia de España contada con sencillez, como la de Pemán, que se pasó de esquemático, sino una contada con claridad, y asequible desde luego a todos los españoles de buena voluntad que quieran enterarse de dónde vienen y a dónde los quiere llevar la clase política. Sin embargo, la Historia no sólo pasa en el tiempo, sino en el espacio, y la de una nación en concreto no se entiende del todo si se la aísla de la de la civilización, vale decir, de la historia universal. En realidad, más que una Historia de España, lo que Moa intenta es una Historia de la Civilización, o de las Civilizaciones, y del papel que a nuestra patria toca en esa Historia General. Ese papel, huelga decirlo, no es nada desdeñable, por más que, por lo que tiene de extraordinario y de desmesurado, lo hayan menospreciado siempre los extranjeros que no nos lo perdonan ni los nacionales que tienen tan bajo concepto de ellos mismos que no se consideran capaces de llevar con decoro tan onerosa herencia.
PÍO MOA: NUEVA HISTORIA DE ESPAÑA. La Esfera (Madrid), 2010, 904 páginas.
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