sábado, 3 de julio de 2010

EN EL CENTENARIO DE TORRENTE BALLESTER


Entre la universalidad y la modernidad cervantinas


Darío VILLANUEVA Publicado en El Cultural el 11/06/2010


Por atenernos a alguna referencia objetiva en este terreno movedizo de las famas literarias póstumas, vayamos a la encuesta que la revista Leer encargó en 2005 a Sigma Dos sobre las mejores novelas españolas del Siglo XX. Dos títulos de Torrente aparecen reseñados allí: la trilogía Los gozos y la sombras en el puesto décimo de las obras más sobresalientes por su argumento, y La saga/fuga de J. B. como la quinta más innovadora, la undécima por el estilo, y la octava en una valoración absoluta. Es de destacar también que esa misma posición le atribuyen los encuestados entre nuestras novelas que, literalmente, “tienen y tendrán más proyección en el futuro y serán más leídas en los siglos venideros”.
Torrente y Borges en Sevilla
La favorable acogida de La saga/fuga de J.B. proporcionó a Torrente Ballester un amplio número de lectores y la atención de la crítica que merecía, pero desnaturalizó, en cierto modo, el auténtico perfil del escritor al producirse tal positiva recepción en fecha tardía, casi treinta años después de la publicación de Javier Mariño. La novela de 1972 no constituye, sin embargo, una sorpresa; resulta de una evolución, prolongada a lo largo de medio siglo, que ahora nos parece extraordinariamente coherente. Esa trabazón se ha visto favorecida, sin duda, por la presencia desde un principio en el universo literario del autor de un número reducido de elementos sustanciales, y a ella contribuye también el carácter eminentemente reflexivo de quien practicó la crítica y conocía los entresijos de la teoría literaria. Pero hay algo más cuya importancia nunca se ponderará bastante: una absoluta independencia de las modas, las escuelas y, sobre todo, de un público al que por lo general se da en suponer mucho menos perspicaz de lo que en realidad es. El resultado fue un sistema narrativo complejo que impone al lector la aceptación de un pacto exigente y siguió triunfando con Fragmentos de Apocalipsis (1977), La isla de los jacintos cortados (1980), Quizá nos lleve el viento al infinito (1984) y La rosa de los vientos (1985). El que dicha aceptación se produjera, al fin, precisamente en los primeros años 70 del pasado siglo puede explicarse por el curso de la literatura posterior a la guerra civil, pero la personalidad novelística de Torrente sólo cobra sus auténticos perfiles vista en su conjunto.

La saga/fuga de J.B. tuvo éxito desde el mismo momento de su aparición porque vino a colmar las expectativas de aquellos lectores que no se resignaban a aceptar como único pacto narrativo posible la disciplina escasamente gratificante impuesta por la novela experimental. Propone, por el contrario, una mezcla estimulante de imaginación e ironía. Imaginación que produce narratividad y hace atractiva la lectura: a través de los múltiples episodios y personajes de esa saga o leyenda mítica de la capital de una hipotética quinta provincia gallega cuya existencia no reconoce el poder central, el destinatario encuentra respuestas en español peninsular al “horizonte de expectativas” paradójicamente nuevo que habían abierto ante él narradores que vinieron de la otra orilla del Atlántico y fueron encuadrados en el llamado “realismo mágico”.

Y digo “paradójicamente nuevo” porque en definitiva no se trata sino del resurgir del “romance” como fórmula narrativa opuesta a la “novela” en la teoría literaria anglosajona, distinción que ya está a este respecto fijada desde 1785 por Clara Reeve en The Progress of Romance. Añádase a todo lo dicho, en La saga/fuga de J.B., la ironía que, mediante una artificiosa composición a la que hace referencia el título de la obra, ridiculiza las gratuitas complicaciones estructurales de tantas novelas que se nos caían de las manos. Mas la ironía de Torrente tiene, en el conjunto de su obra, una trascendencia mayor sobre lo que es la pura ironía intelectual que también lo caracterizaba como escritor (y en parte, como persona). Me refiero a su percepción sistemática de lo maravilloso en lo real y de lo real en lo maravilloso. Nuestro autor definió en cierta ocasión a su Ferrol natal como “una ciudad lógica en un entorno mágico”, y su afortunada frase mira a ese dualismo que está presente, incluso, en su libro autobiográfico de 1982, entreverado de fantasía, que se titula Dafne y ensueños.

Porque entre los novelistas españoles contemporáneos es difícil encontrar a otro que lo supere en la reivindicación práctica, pero también teórica, del magisterio de Cervantes. Desde el exilio académico José F. Montesinos no se cansó de denunciar que, paradójicamente, después de El Quijote la novela se le había caído literalmente de las manos a nuestra Literatura, ni de estudiar asimismo cómo la gran tradición novelística inglesa había de originarse en el estudio de autores nuestros, fundamentalmente Cervantes y los de la picaresca. Eso mismo es lo que había defendido cien años antes Pérez Galdós en el prólogo a su traducción del Picwick, en el que contrapone la genuina estirpe cervantina de un Charles Dickens a la influencia nefasta del folletín postromántico francés.

Torrente Ballester atinó a reavivar en España esa misma tradición, que es salvoconducto de universalidad y de modernidad. Con ello fortaleció, entre nosotros, las posibilidades de una novela libre, él que en Los cuadernos de un vate vago se confiesa entregado a la experiencia de “la imaginación en libertad”. Una novela en libertad, añado yo, no sometida al imperio de lo real y a la urgencia del documento, ni a la tiranía de la manipulación formalista sin sentido trascendente. Una novela concebida a la vez como juego y como revelación, lúdica y lúcida, que nos descubre paso a paso, placenteramente, nuestra propia naturaleza y la de todo lo que nos rodea.

No hace falta, pues, dárselas de profeta para augurarle larga vida a la novela del escritor gallego si esta fórmula sigue teniendo vigencia para los lectores, como de hecho la ha tenido sin solución de continuidad desde El Ingenioso Hidalgo, cuya segunda parte está ya muy cerca de cumplir también su cuarto centenario.

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