-->Emilio Álvarez Frías
(Revista Altar Mayor número 136)
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Probablemente la mayoría de los españoles están en la creencia de que viven en un país en el que reina una democracia a prueba de toda duda. Pues están equivocados. Nuestra democracia, la de España, no aguanta el más mínimo examen, catea, como les debiera suceder a la mayoría de nuestros estudiantes si se les sometiera a una prueba digna para la titulación que esperan alcanzar.
Si intentamos adentrarnos en señalar los rasgos que caracterizan una democracia, podríamos decir que aquí y ahora las dos acepciones que nos da la RAE son: 1. Doctrina política favorable a la intervención del pueblo en el gobierno; y 2. Predominio del pueblo en el gobierno político de un Estado. Nada más. Si deseamos saber algo más, e intentamos buscar en el María Moliner, sólo vemos que hace referencia al ejercicio de voto para elegir a los representantes.
Pero de democracia se puede escribir más, mucho más. es obvio que, al respecto, se han publicado infinidad de volúmenes desde el tiempo más arcaico; el hombre viene aplicando el ejercicio de esa disciplina desde que se juntaran varios individuos formando la familia, y un paso más adelante, cuando nace la primera tribu; y ese mismo hombre, que somos todos, viene estudiando desde muchos siglos atrás cuanto se comprende en la palabra, buscando nuevas aplicaciones e interpretaciones, para acoplarlas a sus necesidades; y, también, la utiliza para acomodar a sus caprichos, ideas y ambiciones, la forma de cómo ha de ejercer los derechos el pueblo con relación a la gobernación del estado, y cómo los hombres pueden decidir en relación con el destino de la nación, lo que es una falacia. Y este último es el caso de la mayoría de las ocasiones en las que se hace uso del derecho democrático en relación al ejercicio de la política, a la gestión de una institución, de una asociación, etc. Porque al pedir la representación no se suele habla con honestidad, no se plantean las auténticas intenciones que guían al peticionario a desear ser elegido; no se obra con deseo de entrega y servicio a favor de la comunidad, cualquiera sea el tipo de ésta. Probablemente resulte excesivo generalizar, pues, es seguro, hay personas que obran con honradez, pero no parece posible hacer una lista muy larga. No olvidemos lo que dijera el Cristo a los hijos de Zebedeo para que tomaran nota: «Aquel que quisiere hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor; y aquel que quisiere entre vosotros ser el primero, será vuestro siervo» (Mt 20,26-27). Hoy no es ese el camino habitual que se sigue.
No hay que cavilar demasiado para llegar a la conclusión de que en todo ello tiene un papel fundamental la libertad, palabra que tiene su punto de apoyo cardinal en el cristianismo, pues no en vano Jesús de Nazaret lo predicó durante su vida pública, ofreciendo al hombre el don del libre albedrío frente a los planteamientos de la sociedad de su tiempo.
Volvamos de nuevo al diccionario de la RAE, en su actualización al momento presente, para adentrarnos en la palabra libertad, en cuyo vocablo no es parco como sí lo es en otras ocasiones, y en él encontramos las siguientes acepciones relacionadas con nuestra reflexión: 1. Facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar, por lo que es responsable de sus actos; 5. Facultad que se disfruta en las naciones bien gobernadas de hacer y decir cuanto no se oponga a las leyes ni a las buenas costumbres; (de conciencia) Facultad de profesar cualquier religión sin ser inquietado por la autoridad pública; (de cultos) Derecho de practicar públicamente los actos de la religión que cada uno profesa; (de imprenta) Facultad de imprimir cuanto se quiera sin previa censura, con sujeción a las leyes; (de pensamiento) Derecho de manifestar, defender y propagar las opiniones propias. En este rosario de sentidos de la palabra libertad que nos ofrece la RAE podemos comprobar fácilmente si en una nación, en una comunidad se da verdaderamente la libertad imprescindible para que el hombre pueda ejercer el libre albedrío que recibió en el momento del nacimiento por expreso deseo del Dios Creador, que nos hizo libres para la práctica de la vida con la limitación que impone la libertad de los otros, a la que no podemos robar el más mínimo espacio. Y esa facultad del libre albedrío no se puede negar, ni recortar, ni limitar al hombre, pues está ínsita en él.
Es evidente que aparece en el instante mismo en el que Dios crea al hombre y lo situó en el huerto del Edén, al que dotó de todo tipo de árboles de los que podía tomar para comer excepto del árbol del conocimiento del bien y del mal. Le dejó libertad de acción aunque si incumplía su prohibición sería castigado. Ya, pues, Dios permitió al hombre elegir sus acciones y comportamientos. Esto, en tiempos posteriores es refrendado por las doctrinas filosóficas que sostienen que el hombre tiene la facultad de elegir y tomar sus propias decisiones; la ética supone que los individuos pueden ser responsables de sus propias acciones; la psicología considera que la mente controla algunas de las acciones del cuerpo, algunas de las cuales son conscientes; en el ámbito científico se especula con que el libre albedrío se puede percibir en las acciones del cuerpo, incluyendo al cerebro, no siendo determinados enteramente por la causalidad física. Es, pues, un tema que ha sido considerado, a lo largo de la historia, tanto por la filosofía como por la ciencia y, naturalmente, por la teología.
En la filosofía hindú encontramos, en Diálogos con el Gurú, de Chandrashekhara Bharati Swaminah, que «destino es el resultado del ejercicio pasado de tu libre albedrío. Al ejercitar tu libre albedrío en el pasado, tú trajiste el destino resultante. Al ejercitar tu libre albedrío en el presente, quiero que elimines tu pasado si te duele, o añadirlo si lo encuentras agradable. En cualquier caso bien sea para adquirir más felicidad o reducir la miseria, tú tienes que ejercitar tu libre albedrío en el presente».
En esa línea, la filosofía budista insiste, según enseñó Thanissano Bhikkhu: «Las enseñanzas de Buda sobre el Karma son interesantes porque es una combinación de causalidad y libre albedrío. Si las cosas fuesen totalmente causadas no habría manera para desarrollar una habilidad –tus acciones serían totalmente predeterminadas–. Si no hubiera causalidad, todas las habilidades serían inútiles porque las cosas estarían constantemente cambiando sin rima o razón entre ellas. Pero es precisamente por la existencia de un elemento de causalidad y otro de libre albedrío, que tú puedes desarrollar habilidades en tu vida».
Veamos la doctrina del judaísmo a través de Maimónides en Hishne Torá, Teshuva 5:5: «Dios y sus temperamentos son uno, y la existencia de Dios está más allá de la comprensión del hombre […]. No tenemos las capacidades de comprender cómo El Sagrado, Bendito Sea, conoce todos los eventos y su creación. [Sin embargo] se sabe sin duda que la gente hace lo que quiere sin El Sagrado, Bendito Sea, forzándolos a hacer algo […]. Es dicho por esto que un hombre es juzgado de acuerdo con sus acciones».
No se sustrae el Islam a entrar en esta materia, y así, la voz de quienes imparten sus enseñanzas, manifiesta: «Dios es omnisciente y omnipotente; lo ha sabido todo por la eternidad. Pero aún, hay tradición de libre albedrío para que el hombre reconozca la responsabilidad de sus acciones, la cual ha sido extraída del Corán. Así está escrito en el Corán: ”Nadie cargará el peso de otro”. El libre albedrío es la base sobre la cual uno puede ser castigado o recompensado en la vida posterior».
El cristianismo, a través de la gracia, desarrolla toda la esencia del libre albedrío. San Agustín expone que el hombre posee el libre albedrío que le fue revelado por Dios pues no servirían de nada los preceptos divinos si el hombre no tuviera libertad para cumplirlos. Y diferencia el libre albedrío de la verdadera libertad, considerando al primero como la posibilidad de elegir voluntariamente el bien o el mal, opción que tiende siempre hacia el polo negativo, y la libertad como gracia divina que nos empuja a hacer exclusivamente el bien. En el tratado Del libre albedrío, señala, en sus diálogos con Pelagio: «Pero lo que te pregunto ahora es si sabes que Dios nos ha dado esta libertad que poseemos, y de la que nos viene la facultad de pecar». «Evidentemente, si […] el hombre es en sí un bien y no puede obrar rectamente sino cuando quiere, síguese que por necesidad ha de gozar de libre albedrío. […] Y no porque el libre albedrío sea el origen del pecado, por eso se ha de creer que nos lo ha dado Dios para pecar. Hay, pues, una razón suficiente de habérnoslo dado, y es que sin él no podríamos vivir rectamente». «Por otra parte, si el hombre careciese del libre albedrío de la voluntad, ¿cómo podría darse aquel bien que sublima a la misma justicia, y que consiste en condenar los pecados y en premiar las buenas acciones?».
Santo Tomás insiste en la gracia, y así manifiesta que lo que mueve al creyente a creer es su propio querer creer, su propia voluntad, y ello como un acto de la bondad de Dios: la gracia. E intenta reunir tanto la legitimidad del acto de fe indicando que en último término tiene su origen en Dios, como la responsabilidad de cada persona en su salvación y en su creencia en Dios al considerar que la gracia puede estar presente pero depende de la bondad o maldad de cada uno que se manifieste o no. En Suma Teológica podemos hallar el resumen de esas consideraciones: «Creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia». «Nuestros actos son meritorios en cuanto que proceden del libre albedrío movido por la gracia de Dios. De ahí que todo acto humano, si está bajo el libre albedrío y es referido a Dios, puede ser meritorio».
Christoph Bockstorfer lo ve claro a través de la representación de Jesús en la Cruz: a su lado hay dos ladrones, uno a cada lado, a punto de morir. Uno pidió a Jesús el perdón, el otro, al borde de la muerte, decide burlarse de Él: uno y otro eligieron libremente la vida y la muerte eterna.
Y san Pablo, en su Epístola a los romanos (9,21), lo concreta con un ejemplo, como era costumbre en su tiempo: «¿Es que el alfarero no es dueño de hacer de una misma masa una vasija para usos nobles y otras para usos despreciables?».
Probablemente estemos en mejores condiciones en este momento para meditar si vivimos en la auténtica democracia que ha de emanar de la libertad que debe disfrutar el hombre para poder ejercer el derecho que le asiste con el fin de poder expresar cómo entiende han de ser llevados a cabo los actos que han de regir su nación, su vida, su comportamiento en y con la sociedad.
Porque en el ejercicio de la democracia deben estar presentes todas las visiones que se puedan tener de cómo vivir en libertad. Y por ende, si existe limitación de comportamiento siempre que restringe el de los demás; si no se puede hacer valer el derecho de conciencia; si se coerciona el ejercicio de la religión; si se impone un sistema de enseñanza lesivo para la buena formación de los alumnos; si se cierran instituciones porque no son del agrado del poder; si se suprimen de las normas que han de regir la convivencia entre las gentes los principios morales y éticos; si la muerte se impone sobre el derecho a nacer o sobre el fin natural por agotamiento de la vida corporal; si se manipulan las mentes y las conciencias para que las personas elijan caminos desviados; si se exigen obligaciones forzadamente impidiendo la propia elección y decisión; si se demoniza el pensamiento individual porque tropieza con el establecido por el poder, o se coacciona a los individuos para que expongan los principios que subyacen en ese pensamiento, o las manifestaciones de cualquier tipo que de ello pueda derivarse; si se obstaculiza o coarta la publicación de la obra intelectual de unos mientras se difunde la obra mediocre de los próximos al poder… Si surgen estos escollos no se puede asegurar que el libre albedrío se ejerza con garantías, y por ende cabe certificar que no se dan los signos de que exista una verdadera democracia.
Por ello, es posible asegurar que, en España, como en no pocos otros países del mundo, no existe auténtica democracia; y los españoles, como los naturales de esos otros países, están equivocados en cuanto a la creencia de que su devenir transcurre en democracia y plena libertad. Están engañados.
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