domingo, 12 de septiembre de 2010

LUZ DE OTOÑO


FRANCISCO ROBLES

Día 10/09/2010


Para Antonio del Junco

El otoño no tiene quien le escriba. La ciudad se entrega a las vísperas que se suceden durante el invierno y que desembocan en una primavera cantada y pregonada hasta la extenuación. Luego llega el largo y caluroso verano que da pie a un costumbrismo añejo de cines de verano, jazmines en las tapias, tallitas de agua, frescor de búcaros donde nadie bebe y cucañas en el río detenido de la dársena. Pero el otoño no tiene quien le escriba a pesar de que es la estación más hermosa de la ciudad. Ese otoño se adivina en los cielos azules que resurgen tras las calores, en los ocres que brillan como el oro viejo de la historia que conforma la ciudad, en las espadañas donde se fija la última luz de la tarde.
Sevilla es una ciudad otoñal. Conserva la belleza que le dio fama y renombre en determinados lugares de su anatomía. Sus mejores poetas la han evocado en la nostalgia del tiempo ido o en la distancia que la envuelve en una bruma que embellece sus rasgos y disimula las arrugas que le ha ido dejando el único paso que nunca deja de pasar: el paso del tiempo. Eso lo saben los fotógrafos mejor que nadie. Someten a la ciudad amada al martirio del ojo que todo lo atraviesa y que todo lo ve. ¿Cómo va a situarse delante de un objetivo alguien que es pura subjetividad? En esa lucha, en ese duelo de espejos que se miran mutuamente siempre sale vencedora la ciudad del albero y el almagre, de las sebkas que tejen la piel morena de la Giralda, tostada de tantos soles como la han abrazado por su cintura de alminar.
Contemplar a Sevilla es abandonarse a la luz que destila en estos amaneceres de cristal, en estos mediodías donde los contraluces se cortan con el cuchillo afilado de la sombra, en las tardes doradas que suavizan perfiles y aristas como si la luz fuera el gran escultor que Marguerite Yourcenar identificó con el tiempo que todo lo erosiona. Caemos rendidos ante al amargo don de la belleza mientras sentimos cómo la vida es el tránsito que adivinaron los poetas barrocos y que Valdés Leal volcó en las Postrimerías de la iglesia de San Jorge, vulgo la Caridad.
No es tiempo de emociones. No estallará el azahar que muerde por dentro y que se clava en la carne como la cernudiana espina del deseo. Es la hora apagada de la melancolía. Es la dulzura del regreso, como Borges definía a la ceguera que le acompañó como un anticipo de la vejez y que a todos, ¡ay!, nos aguarda. Sevilla es algo más que una ciudad. Es el tiempo que fuimos y el tiempo que nos queda. Suena el eco de una campana en la transparencia del aire. Cae la tarde con suavidad de hoja en el brocal de un patio que ya no existe. Todo es tibio como la serenidad de la experiencia. La ciudad es una mujer en el punto exacto de la madurez. Y esa mujer sabe que su belleza es el antídoto contra la muerte.

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