En una de esas tardes de indolencia y pereza, lo único que consigue hacer mi mano es pulsar las teclas del mando a distancia, vertiginoso zapping a ninguna parte. En una de estas veo una mesa redonda en ese programa que no se de qué va, circo con ínfulas de debate, uno de esos programas que duran horas, la mitad de las cuales se la pasan anunciando lo que van a decir después de la publicidad. Pero veo alrededor de la mesa a Sánchez Dragó y Alfonso Rojo, paro un momento el dictador designio zapeador de mi dedo índice, a ver qué hacen estos aquí.
El resto de los tertulianos son una señora llamada Carla Antonelli que, según el rótulo de la cadena, es actriz y activista política (sic), no sé si será hermana de aquella Laura Antonelli que nos turbó más de una noche como musa erótica del cine del destape. A su lado, Pilar Rahola, esa ¿política? reconvertida en tertuliana todo terreno y el ¿periodista? Enrique Sopena. Estos tres, según declaraciones posteriores de ellos mismos, muy afines al zapaterismo en el poder. En la otra banda, al otro lado del presentador quiero decir, los nombrados Rojo y Sánchez Dragó, junto a la intereconomista Isabel Durán, especie de contrapeso pepero al desagradable Sopena, y con los mismos pobres argumentos pero en sentido contrario.
Me llamó la atención la presencia del excentrico Sánchez Dragó en tal foro y decidí aguantar un poco a ver que se decía allí, resistí poco, ante un público que se dedicaba a aplaudirlo todo, al que decía una cosa y al que mantenía lo contrario, daba igual, el debate o, más bien, guirigay de verduleras, se centró en sesudas reflexiones sobre las hipotéticas posibilidades políticas de un partido encabezado por la friki Belén Esteban, esa tipa con cara de yonqui que se ha convertido en el centro del debate político nacional ¡Dios mío! y Dragó entrando al trapo.
En fin, tras unos minutos de asistir perplejo al lanzamiento incontrolado de "expertos comentarios de los tertulianos" decidí seguir dándole al dedo. La culpa la tengo yo por no apagar la tele y coger un buen libro, por cierto un millón de ejemplares vendidos del dramón folletinesco de la costurera, pero eso es otra historia, ¡qué país!.
J. C.
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