viernes, 24 de mayo de 2013

EN SU MUERTE. Semblanza de Alfredo Landa por Manuel Ortega

La Tramoya







Landa, interpretando a "El americano" en "El río que nos lleva".


Llevaba tiempo fastidiado y en los últimos años se susurraba su nombre en algunos círculos. "Está muy mal", susurraban algunos. "No reconoce a nadie", apostillaba otros. Y las breves palabras acababan siempre con un silencio que nadie se atrevía a romper. Porque Alfredo Landa era mucho Alfredo Landa y querían creer que, en realidad, eran meros rumores, que ese huracán de la Esparta de Cristo, como escribió Ángel María Pascual, saldría adelante contra todo y contra todos.

Y es que sus cabreos eran épicos, no envidiaban a los de sus interpretaciones y hacían gala de aquella coplilla: "De los estudiantes navarros, jódete patrón, saca pan y vino, chorizo y jamón". Que se lo pregunten si no a José Luis Garci. Algunas moscas sibilinas intentaban quitarle mérito. El landismo y tal. Ya ven. Como si aquellas películas, exageradas, sí, no reflejasen una realidad de la época: que al macho ibérico de la época le deslumbraban las suecas con la apertura turística del régimen de Francisco Franco.

Nunca renegó de aquella etapa. Asumió lo del dicho: a lo hecho, pecho. Pero no dudó en reinventarse. Pudo hacerlo porque tenía madera para ello, y ahí demostró el gran actor que era. Aquel al que José María Forqué descubrió en la Casa de Campo y le colocó en el primer papel de su vida en el cine en Atraco a las tres. Era hijo de guardia civil, y el Cuerpo, más entonces, marcaba. Tampoco eso ayudaba, en ciertos ambientes, a emprender la carrera del artisteo. Ni por una parte ni por la otra.

Era, también, un icono. Consiguió casi lo imposible: conectar, de una u otra forma, con la gran mayoría del público. Desde los españoles de clase media de los sesenta que seguían sus vicisitudes por Benidorm y Torremolinos a los que acabaron viéndole como un abuelo gruñón, cachondo y sentimental. Entre medias quedaron los que se rieron con el comando del brigada Castro en La vaquilla de Luis García Berlanga (con moraleja incluida: no más guerras entre hermanos) o siguieron las vicisitudes del locutor Ceferino Reyes con una Concha Cuetos que luego sería aupada como la farmaceútica de España gracias a Farmacia de guardia en Tristeza de amor.

Fue, tal vez, su mejor etapa, la de los últimos treinta años. Y si cada cual tiene sus favoritos, el que esto escribe se quedaría con El americano de El río que nos lleva, esa sensacional adaptación de la novela sobre los gancheros de José Luis Sampedro que llevó a la gran pantalla Antonio del Real. Aunque cómo olvidar al Blas Otamendi de Historia de un beso y su declaración de amor a Ana Fernández o el Germán Areta, expolicía y detective, de El crack. Y es que él sí que lo fue. 
Extraído de El Semanal Digital

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