domingo, 8 de agosto de 2010

Luís Rosales, transeunte alucinado.


Manuel Gregorio González (Diario de Sevilla)
Con ocasión del bicentenario de Larra, hace ahora un año, ya vimos la parvedad de las celebraciones y el magro entusiasmo con que se recordó a una de las mayores inteligencias críticas del XIX. Al desdichado Fígaro de entonces (Azorín nos recordaba el escaso suceso de su muerte, prestigiada apenas por un Zorrilla adolescente), vino a sumársele este olvido de hoy, cuyo origen es tan oscuro como claras sus consecuencias. No parece que Luis Rosales, altísimo poeta del XX, vaya a correr distinta suerte en este año de 2010. Alguna meritoria antología, quizá un simposio recóndito y emotivo, y después el silencio que a todos, ay, nos iguala. Por fortuna para el lector curioso, existe la memorable edición de sus obras completas (1996), amplísima labor a cuyo cargo estuvieron, asimismo, dos poetas: Antonio Hernández y Félix Grande.

Lo cierto, en cualquier caso, es que el Rosales poeta goza de un reconocimiento (todo lo escaso y pudibundo que se quiera), del que carece por completo el Rosales ensayista. Y a este extraño discurrir de las letras españolas, entre el olvido y la ignorancia, van dedicadas estas líneas. ¿Por qué el "transeúnte alucinado"? Porque así, como "transeúntes alucinados", definió el poeta granadino a una de sus más dilatadas ocupaciones intelectuales; esto es, la radical vigencia de El Quijote, y deambular incesante de sus personajes. En Cervantes y la libertad (1960), extraordinario ensayo de Rosales, no sólo por el abultado monto de sus páginas, sino por la fina argumentación y la profunda verdad que en ellas se contiene, lo que viene a argumentarse, en total consonancia con el ensayismo europeo, es el problema de la libertad humana. O lo que es igual, los diferentes modos en que el hombre ha vivido y entendido este concepto, y principalmente, la fractura que se abre, quizá para siempre, en el siglo barroco, entre el hombre y la sociedad, entre el individuo y su prójimo. Quiere esto decir, en contra de quienes hablan del páramo cultural en la segunda mitad del XX español, que a aquel periodo pertenecen buena parte de nuestra mejor novelística, una excelente gavilla de poetas, además de un ensayismo ejemplar, de poderoso vuelo, como es el caso que hoy nos ocupa.

Si los 50 de Barthes, si los 60 de Sartre y de Camus, si los 70 de Foucault se ocuparon de la libertad y el poder, de su infausta relación, de su ominoso equilibrio, no es menos cierto que todos esos temas están, de modo singularísimo, en la obra ensayística de Luis Rosales. Cuando Foucault, en Las palabras y las cosas, abra su libro con una referencia a la ironía en Cervantes y un ensayo sobre Las Meninas, no estará haciendo sino abundar en un asunto, de capital importancia, que cruza la totalidad del XX. Este asunto no es otro, como ya se ha dicho, que el conflictivo entendimiento de la libertad que se adivina ya en El Quijote. La libertad, vale decir, como valor en negativo, como huecograbado de una antigua presencia. Así, la plenitud de movimientos del Renacimiento, la íntima correlación del hombre con el mundo, viene a sustanciarse, pasado el tiempo, en la abierta hendidura que separa al individuo de cuanto una vez le había sido familiar y cercano. A este súbito distanciarse, a la sorpresa y la extrañeza ante lo obvio, se le llamó ironía. Al dolor que produce esta llaga irresuelta, se le llamará sarcarmo, sátira. Se le llamará Barroco.

He aquí la novedad que descubre Rosales en El Quijote. La orfandad sobrevenida ante lo circundante. Esta misma orfandad, de naturaleza escapista (Alonso Quijano, el licenciado Vidriera, la bella Marcela), es la que Rosales atisba, y con él el pensamiento europeo, en la sociedad de masas que capitaliza el XX. Rosales, cristiano al fin, encuentra la solución en la tríada famosa: fe, esperanza y caridad. Así lo habían hecho antes Chesterton y Bernanos, también aquel gigante ebrio que fue Léon Bloy, y así lo hará, con inusitado lirismo, la obra de Álvaro Cunqueiro. Por su parte, el pensamiento francés, hará una entomología inmisericorde de la sociedad burguesa. En cualquier caso, el diagnóstico es el mismo. El hombre se siente asediado, frágil, inmiscuido en su ser, y la respuesta, barroca por cervantina, es la dilución, la huida, la búsqueda de una improbable Edad de Oro (el Paraíso Original que buscaron Jean Jacques Rousseau y Sabino Arana), en la que sentirse a salvo de diversos gravámenes y artefactos: la sociedad, el Estado, el rumor insistente de lo vivo.

Rosales, al cabo, viene influido por el raciovitalismo de Ortega. Y desde esta concepción del ser humano como empresa (el hombre es una flecha que ignora su destino), es como debe entenderse el firme pensamiento, el asentado discurrir de Luis Rosales. Desde Colón a nuestros días, el hombre ha perdido a sus dioses y ha ganado un concepto ingobernable: el infinito. Esto es lo que se escenifica, con meridiana precisión, en El Quijote y Las Meninas. Ésa es la asombrosa novedad con la que, desde entonces, convivimos. Ante esa vastísima soledad, hija de Kepler y nieta de Galileo, el hombre apenas tiene dos opciones: vivir la vida a ultranza, empuñando la propia existencia como una daga, o enajenarse en la fantasía, en la soledad eremítica, en un delirio vagabundo, como los personajes, alocados y extraños sobre la piel del globo, de Cervantes.

Parece claro que Rosales, "transeúnte alucinado" por el tenue y sin embargo vivo esplendor del mundo, escogió lo primero. Sus versos lo declaran de modo inolvidable: así he vivido yo con una vaga prudencia de caballo de cartón / en el baño, / sabiendo que jamás me he equivocado en nada, / sino en las cosas que yo más quería.

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