Carmelo López-Arias |
Dalmacio Negro analiza el proceso histórico y las raíces doctrinales de cómo una estructura artificial al servicio del poder político natural fue usurpada con intenciones que hay que frenar. |
La Historia de las formas del Estado de Dalmacio Negro Pavón es una extraordinaria síntesis del magisterio de su autor. Catedrático de Ciencia Política en la Universidad CEU San Pablo y emérito de la Complutense de Madrid, en los últimos años viene desgranando en artículos y libros una interpretación coherente y completa de la evolución de las ideas en la modernidad, con base en un principio fundamental: la distinción entre lo político y lo estatal.
En Occidente hemos llegado a identificar ambos conceptos, precisamente por la absorción del primero por el segundo, acelerada en los últimos decenios.
La expansión del Estado
Aunque con precedentes en las monarquías patrimoniales de la Edad Media (y, "como todo lo decisivo en Europa", subraya Negro, en estructuras eclesiásticas), el Estado tiene su origen en el humanismo del Renacimiento italiano, y se traduce en un monopolio de cuatro elementos característicos del poder: las armas, la moneda, la burocracia (que "desliga la función de la persona", a la postre un elemento decisivo de la estatalización generalizada de la sociedad) y las leyes.
No es malo que surgiera como instrumento necesario ante los nuevos desafíos a los que se enfrentaba el mundo en aquel momento, apunta el autor. El problema es que ha terminado invadiéndolo todo a medida que reducía el espacio de su principal antagonista: la libertad política, descentralizada y difuminada hasta entonces. Y que es además un ámbito de moralidad, pues otra característica del Estado es su neutralidad moral: la "razón de Estado" que censuraron duramente los teólogos españoles del Siglo de Oro y que ha acabado convirtiendo al Estado en un fin en sí mismo.
Esta evolución histórica es particularmente evidente en el caso español, justo porque la Monarquía hispánica, alérgica por historia (el Imperio) y principios (la religión católica como su núcleo vivificador) a la estatalidad, determinó que nuestro país no se incorporase de verdad al proceso hasta bien entrado el siglo XIX. Gaspar de Guzmán, conde-Duque de Olivares, y Carlos III son momentos importantes, pero según Negro le corresponde a Antonio Cánovas del Castillo haber instituido en España un Estado digno de tal nombre.
Al servicio primero de las monarquías, la estatalidad se hace luego teórica servidora de las naciones, cuando el Pueblo o Nación se incorpora como actor político a partir del romanticismo y la Revolución Francesa. Pero con el paso del tiempo, ni al pueblo (ahora con minúsculas) representa el Estado. Convivió durante un tiempo con tradiciones inveteradas que daban personalidad a las naciones, pero ha terminado por someterlas todas a su ley.
Llega entonces la hora de un totalitarismo sutil de faz socialdemócrata, en donde el Estado monopoliza la política (esto es, no consiente ningún poder real que le sea ajeno) y con ello la libertad política. Con estas páginas de Negro entendemos mejor por qué los partidos (o los sindicatos) son vistos hoy con razón como organizaciones que generan más problemas que resuelven, pero incrustadas de tal forma en la estructura del Estado que toda regeneración –incluso cuando caen en una corrupción tan hedionda que parece que algo tiene que cambiar- se hace imposible.
El dominio de las almas
No contento con ese monopolio absoluto, el Estado se halla en nuestros días ocupado por "reformadores sociales que buscan transformar milagrosamente a su gusto la sociedad y la naturaleza humana, a las que desprecian u odian". Buscan la "directio de las almas" (¿cómo no pensar, al leer estas líneas, en la Educación para la Ciudadanía de José Luis Rodríguez Zapatero, o en su empeño por destruir el Valle de los Caídos?), y eso, concluye Negro, constituye una "situación antipolítica insostenible": es el fin de la libertad política -el fin de la libertad, a secas, como presupuesto de la moralidad-. Que sólo podrá recuperarse con una "desestatización de la verdad de lo Político y la Política".
"La verdad os hará libres", sentencia de los Evangelios, revela así su virtualidad política. Porque otro de los méritos de Dalmacio Negro en esta obra consiste en descubrir la importancia de la religión (y de su rechazo) en la configuración del poder natural (y artificial) en las sociedades. Lo que él denomina "giro ateiológico" conduce la mentalidad de los hombres hacia el colectivismo. La Iglesia separó lo Sagrado de lo Profano. El Estado, que comenzó apoderándose de todo el ámbito de lo Profano, tampoco quiere la competencia de lo Sagrado, y busca ocupar ese terreno o suprimirlo.
¿Qué nos espera a corto y medio plazo?
Las últimas páginas de esta Historia de las formas del Estado son una interesante prospectiva del mundo en su situación presente, con la catástrofe demográfica que se cierne sobre Occidente, las estructuras antidemocráticas propias de la Unión Europea, el renacer del estatismo en los Estados Unidos de Barack Obama y el despotismo de las oligarquías en los medios de comunicación, la cultura o las finanzas.
Un panorama pesimista si no fuese porque, como insiste Negro continuamente, sus fundamentos son antinaturales. El día en que quiebren, lo que resurgirá no hay que crearlo: está ahí, es el ser humano con su sociabilidad y su politicidad a cuestas, como Dios lo creó, a salvo siempre, si sabe resistir, de cualquier Leviatán antiguo o moderno.
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