Escritor (Diario de Sevilla, anuario 2010)
Esta próxima primavera se celebrará el primer centenario del nacimiento de Luis Rosales. Los poetas que, como él, rondaban los 25 años al comenzar la guerra civil, vivieron una inolvidable y traumática experiencia. Herederos en buena medida de las dos generaciones anteriores –la del 98 y la del 27-, no será difícil advertir cómo esa ascendencia se filtra con una manifiesta perseverancia dentro de la evolución cíclica de nuestra poesía, alternando las secuelas simbolistas con las pautas más reconocibles del realismo. Pero la guerra truncó bruscamente ese programa. A unos los sustrajo violentamente de la realidad; a otros los sumergió en una especie de mutismo acomodaticio, y a otros en fin los instaló en una voluble evasión “a lo divino”. Lo que Dámaso Alonso calificó de poesía “arraigada” supuso sin duda la angustiosa necesidad de buscar una apoyatura entre los escombros de la desolación.
Poco antes de la guerra civil, la mayoría de estos poetas había publicado su primer libro: Rosales, Abril; Miguel Hernández, El rayo que no cesa; Vivanco, Cantos de primavera; Ridruejo, Plural; Carmen Conde, Júbilos; Muñoz Rojas, Versos del retorno; Bleiberg, Sonetos amorosos... Referidos a ciertas zonas clasicistas de la generación anterior, estos libros muestran en parte una significativa sustitución del modelo: el barroco Góngora ha sido desplazado por el renacentista Garcilaso. Todo lo que sonara a aventura estética se neutraliza ante las ordenanzas de la tradición. La pericia ornamental reemplaza a la misma indagación expresiva. Como por decreto, esta postura tiende a fomentarse a escala nacionalista, y no sólo desde un punto de vista estético, sino desde un severo ángulo doctrinal.
En la posguerra inmediata, los poetas más juvenilmente envueltos en su trágico balance, afrontan obviamente un confuso aluvión de revisiones. Entre La poesía en guerra, de Hernández, y la Poesía en armas, de Ridruejo, cabe un río de sangre. El enfrentamiento con la propia experiencia personal era ineludible. Algunos poetas adoptan entonces lo que vino a llamarse “realismo intimista trascendente”, basado en una tramitación de la experiencia que toma de Rilke su valor existencial y de Machado su bergsoniana filosofía del tiempo. El registro en la materia de la propia vida se acerca ya mucho a la necesidad de encontrar asideros morales, fijados en la recuperación de la infancia, el enraizamiento en la tierra materna, los recursos religiosos.
Pero algo va a experimentar un brusco viraje poético justo a los diez años de finalizada la guerra civil. Me refiero a La casa encendida, de Rosales, sin duda el mejor poema en su género, junto con Espacio de Juan Ramón Jiménez, publicado en nuestro medio en cualquier época. Siempre he confesado mi predilección por este texto excepcional. Su innovación expresiva, su capacidad indagatoria marcan efectivamente un cambio sustancial en el desarrollo de toda nuestra poesía del siglo XX. La sugestión textual del poema, su intenso poder de fascinación, han perseverado hasta hoy mismo de modo impecable, sin acusar apenas el desgaste azaroso de la moda.
Rosales inaugura efectivamente con La casa encendida una poética de la introspección. Sus precedentes calas neoclásicas apenas afloran entre el despliegue narrativo y la pericia estructural de este libro singular. “La carne y el alma [...] están viviendo la identidad de lo que ven”, dice el autor en la nota previa del poema. Y eso ya es mucho decir. Sugiere por lo pronto una nueva actitud, una nueva expansión moral del pensamiento, lo que podría llamarse la ética del infortunio. Su notorio realismo, evidente en muchos casos, queda trascendido por los propios aparejos ilógicos del lenguaje. Aunque no lo manifieste, parece claro que el poeta también ha atravesado por una crisis o, al menos, por una serie de contradicciones entre la razón y la credulidad. La experiencia se convierte así en el hilo conductor de la poesía. Una introversión acumulativa, obstinada, agobiante por momentos, va sacando a flote escenas del pasado, hechos aparentemente triviales de la cotidianeidad: la familia, los amigos, los paisajes interiores, la inmovilidad de los objetos, “porque todo es igual y tú lo sabes”. Recordar también es un aprendizaje de la vida.
El ingenio descriptivo, la adjetivación insólita, la inventiva semántica, los adverbios desusados, van creando en La casa encendida una atmósfera entre testimonial y quimérica, cuyo itinerario ronda siempre algún secreto emocionante. Así como puede pasarse del coloquialismo a un cierto acorde irracionalista, también el registro meditabundo alterna con el ingenio y el retrato psicológico con la ironía. Dentro de ese monólogo dramático que unifica La casa encendida, es la enseñanza de la vida, en tanto que flujo entrecortado de la memoria, la que estabiliza el despliegue global del poema, le da sentido y lo hace autosuficiente. Recordar su vigencia a los sesenta años de haber sido publicado, siempre es un acto justiciero.
Poco antes de la guerra civil, la mayoría de estos poetas había publicado su primer libro: Rosales, Abril; Miguel Hernández, El rayo que no cesa; Vivanco, Cantos de primavera; Ridruejo, Plural; Carmen Conde, Júbilos; Muñoz Rojas, Versos del retorno; Bleiberg, Sonetos amorosos... Referidos a ciertas zonas clasicistas de la generación anterior, estos libros muestran en parte una significativa sustitución del modelo: el barroco Góngora ha sido desplazado por el renacentista Garcilaso. Todo lo que sonara a aventura estética se neutraliza ante las ordenanzas de la tradición. La pericia ornamental reemplaza a la misma indagación expresiva. Como por decreto, esta postura tiende a fomentarse a escala nacionalista, y no sólo desde un punto de vista estético, sino desde un severo ángulo doctrinal.
En la posguerra inmediata, los poetas más juvenilmente envueltos en su trágico balance, afrontan obviamente un confuso aluvión de revisiones. Entre La poesía en guerra, de Hernández, y la Poesía en armas, de Ridruejo, cabe un río de sangre. El enfrentamiento con la propia experiencia personal era ineludible. Algunos poetas adoptan entonces lo que vino a llamarse “realismo intimista trascendente”, basado en una tramitación de la experiencia que toma de Rilke su valor existencial y de Machado su bergsoniana filosofía del tiempo. El registro en la materia de la propia vida se acerca ya mucho a la necesidad de encontrar asideros morales, fijados en la recuperación de la infancia, el enraizamiento en la tierra materna, los recursos religiosos.
Pero algo va a experimentar un brusco viraje poético justo a los diez años de finalizada la guerra civil. Me refiero a La casa encendida, de Rosales, sin duda el mejor poema en su género, junto con Espacio de Juan Ramón Jiménez, publicado en nuestro medio en cualquier época. Siempre he confesado mi predilección por este texto excepcional. Su innovación expresiva, su capacidad indagatoria marcan efectivamente un cambio sustancial en el desarrollo de toda nuestra poesía del siglo XX. La sugestión textual del poema, su intenso poder de fascinación, han perseverado hasta hoy mismo de modo impecable, sin acusar apenas el desgaste azaroso de la moda.
Rosales inaugura efectivamente con La casa encendida una poética de la introspección. Sus precedentes calas neoclásicas apenas afloran entre el despliegue narrativo y la pericia estructural de este libro singular. “La carne y el alma [...] están viviendo la identidad de lo que ven”, dice el autor en la nota previa del poema. Y eso ya es mucho decir. Sugiere por lo pronto una nueva actitud, una nueva expansión moral del pensamiento, lo que podría llamarse la ética del infortunio. Su notorio realismo, evidente en muchos casos, queda trascendido por los propios aparejos ilógicos del lenguaje. Aunque no lo manifieste, parece claro que el poeta también ha atravesado por una crisis o, al menos, por una serie de contradicciones entre la razón y la credulidad. La experiencia se convierte así en el hilo conductor de la poesía. Una introversión acumulativa, obstinada, agobiante por momentos, va sacando a flote escenas del pasado, hechos aparentemente triviales de la cotidianeidad: la familia, los amigos, los paisajes interiores, la inmovilidad de los objetos, “porque todo es igual y tú lo sabes”. Recordar también es un aprendizaje de la vida.
El ingenio descriptivo, la adjetivación insólita, la inventiva semántica, los adverbios desusados, van creando en La casa encendida una atmósfera entre testimonial y quimérica, cuyo itinerario ronda siempre algún secreto emocionante. Así como puede pasarse del coloquialismo a un cierto acorde irracionalista, también el registro meditabundo alterna con el ingenio y el retrato psicológico con la ironía. Dentro de ese monólogo dramático que unifica La casa encendida, es la enseñanza de la vida, en tanto que flujo entrecortado de la memoria, la que estabiliza el despliegue global del poema, le da sentido y lo hace autosuficiente. Recordar su vigencia a los sesenta años de haber sido publicado, siempre es un acto justiciero.
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