El 2 de abril de 1954 atracaba en el puerto de Barcelona, entre arrebatadas muestras de alborozo, el «Semíramis», un buque procedente de Odessa en el que viajaban 229 combatientes de la División Azul, supervivientes de más de once años de crudelísimo cautiverio en los campos de trabajo soviéticos. La repatriación de estos supervivientes del gulag fue glosada por Torcuato Luca de Tena en una serie de vibrantes crónicas publicadas en ABC, que serían la semilla de un libro magistral, Embajador en el infierno, publicado al año siguiente (y galardonado con el Premio Nacional de Literatura), en el que Luca de Tena narraba la estremecedora peripecia de aquellos sufridos soldados, sin duda alguna el episodio más heroico de nuestra historia militar reciente, al hilo de los recuerdos del capitán Teodoro Palacios, apresado por el Ejército Rojo en la batalla de Krasny Bor, en febrero de 1943, la más sangrienta de todas las operaciones militares en las que participó la División Azul. El enorme éxito de Embajador en el infierno animó a Torcuato Luca de Tena a probar su adaptación cinematográfica.
Algunas variantes se incorporaron al guión de la película, comenzando por el propio título, que con su plural abarcador trataba de reconocer la abnegación callada de tantos divisionarios que resistieron el trato bestial que les dispensaron sus carceleros y también los cantos de sirena que les prometían un alivio en su cautiverio a cambio de la deslealtad. Para la dirección se pensó primeramente en José Luis Sáenz de Heredia, que declinó la oferta, tal vez por evitar convertirse en diana de un fuego cruzado entre falangistas (que pretendían que las alusiones a la Falange fueran omnipresentes en la película) y oficialistas (que exigían que se redujesen al máximo, para que el tono anticomunista de la historia fuese más provechoso al Régimen, que por aquellas fechas acababa de ser reconocido por la ONU y respaldado por la visita de Eisenhower a España). Así fue como se contrató a José María Forqué (1923-1995), que a la sazón acababa de codirigir con José Antonio Nieves Conde La legión del silencio y que ya contaba con cuatro largometrajes en su ejecutoria, aunque ninguno de ellos hubiese gozado de excesivo aplauso.
Con Embajadores en el infierno, sin embargo, Forqué se convertiría en uno de los directores más cotizados de la época; y su prestigio se afirmaría después con obras como el poderoso drama social Amanecer en Puerta Oscura (1957), premiado en Berlín, los policiales De espaldas a la puerta (1959) o Accidente 703 (1962) y, sobre todo, con las comedias Maribel y la extraña familia (1960) o Atraco a las tres (1962). Y es que Forqué era un cineasta de una intuición y limpidez narrativas fuera de lo común, con un sentido de la puesta en escena adelantado a su tiempo; y con un dominio virtuoso del cine coral.
Cúspides de emoción
Embajadores en el infierno se beneficia de un plantel de actores soberbio (con especial mención al apuesto Antonio Vilar, que encarna al capitán Adrados, y al atormentado Luis Peña, que interpreta al traidor Alvar, un trasunto de César Ástor, comunista y desertor de la División Azul), y de unos decorados asombrosos de Ramiro Gómez, que reconstruyó con gran verosimilitud los barracones y alambradas de los campos de trabajo soviéticos en Burguete (Navarra). Pero si por algo destaca Embajadores en el infierno es por la temperatura dramática, que logra mantener sin desfallecimiento hasta su desenlace, con cúspides de emoción en secuencias como aquella del comienzo en que el capitán Adrados, viendo que sus soldados flaquean cuando sus captores los interrogan sobre sus creencias religiosas, se proclama «católico, apostólico, romano», o aquella otra en que pronuncia un alegato de defensa ante el remedo de tribunal que lo acusa de sedición. El tramo último de la película, desde que los divisionarios embarcan en el «Semíramis» hasta que son recibidos en el puerto de Barcelona (aquí Forqué intercala imágenes del NODO), y muy especialmente cuando escuchan por radio los mensajes de sus familiares, resulta conmovedor y catártico, más allá de afinidades o discrepancias ideológicas. Forqué recuerda que, en el día del estreno, «al llegar al final, se hizo un gran silencio; y la sala se llenó de pañuelos porque la gente lloraba. Parecía aquello un campo nevado». Nevado como la estepa rusa; pero más hospitalario y benefactor.
Embajadores en el infierno fue examinada con lupa por las autoridades franquistas, que al parecer llegaron a incluso a prohibir su estreno preventivamente. Forqué cuenta que, para su dictamen definitivo, acudieron a una proyección José Luis Arrese, ministro Secretario General del Movimiento, Agustín Muñoz Grandes, general al mando de la División Azul y a la sazón ministro del Ejército, y Gabriel Arias-Salgado, ministro de Información, que unos años antes había mantenido agrias fricciones con Torcuato Luca de Tena; y que, al final de la misma, uno de los tres rezongó: «La cabronada es que la película es muy buena». Tenía más razón que un santo; la cabronada es que, medio siglo más tarde, siga sin reconocerse (por razones antípodas, pero igualmente cerriles) tal evidencia.
Juan Manuel de Prada
embajadores en el infierno. José María Forqué. Protagonizada por Antonio Vilar y Rubén rojo. España, 1956
Algunas variantes se incorporaron al guión de la película, comenzando por el propio título, que con su plural abarcador trataba de reconocer la abnegación callada de tantos divisionarios que resistieron el trato bestial que les dispensaron sus carceleros y también los cantos de sirena que les prometían un alivio en su cautiverio a cambio de la deslealtad. Para la dirección se pensó primeramente en José Luis Sáenz de Heredia, que declinó la oferta, tal vez por evitar convertirse en diana de un fuego cruzado entre falangistas (que pretendían que las alusiones a la Falange fueran omnipresentes en la película) y oficialistas (que exigían que se redujesen al máximo, para que el tono anticomunista de la historia fuese más provechoso al Régimen, que por aquellas fechas acababa de ser reconocido por la ONU y respaldado por la visita de Eisenhower a España). Así fue como se contrató a José María Forqué (1923-1995), que a la sazón acababa de codirigir con José Antonio Nieves Conde La legión del silencio y que ya contaba con cuatro largometrajes en su ejecutoria, aunque ninguno de ellos hubiese gozado de excesivo aplauso.
Con Embajadores en el infierno, sin embargo, Forqué se convertiría en uno de los directores más cotizados de la época; y su prestigio se afirmaría después con obras como el poderoso drama social Amanecer en Puerta Oscura (1957), premiado en Berlín, los policiales De espaldas a la puerta (1959) o Accidente 703 (1962) y, sobre todo, con las comedias Maribel y la extraña familia (1960) o Atraco a las tres (1962). Y es que Forqué era un cineasta de una intuición y limpidez narrativas fuera de lo común, con un sentido de la puesta en escena adelantado a su tiempo; y con un dominio virtuoso del cine coral.
Cúspides de emoción
Embajadores en el infierno se beneficia de un plantel de actores soberbio (con especial mención al apuesto Antonio Vilar, que encarna al capitán Adrados, y al atormentado Luis Peña, que interpreta al traidor Alvar, un trasunto de César Ástor, comunista y desertor de la División Azul), y de unos decorados asombrosos de Ramiro Gómez, que reconstruyó con gran verosimilitud los barracones y alambradas de los campos de trabajo soviéticos en Burguete (Navarra). Pero si por algo destaca Embajadores en el infierno es por la temperatura dramática, que logra mantener sin desfallecimiento hasta su desenlace, con cúspides de emoción en secuencias como aquella del comienzo en que el capitán Adrados, viendo que sus soldados flaquean cuando sus captores los interrogan sobre sus creencias religiosas, se proclama «católico, apostólico, romano», o aquella otra en que pronuncia un alegato de defensa ante el remedo de tribunal que lo acusa de sedición. El tramo último de la película, desde que los divisionarios embarcan en el «Semíramis» hasta que son recibidos en el puerto de Barcelona (aquí Forqué intercala imágenes del NODO), y muy especialmente cuando escuchan por radio los mensajes de sus familiares, resulta conmovedor y catártico, más allá de afinidades o discrepancias ideológicas. Forqué recuerda que, en el día del estreno, «al llegar al final, se hizo un gran silencio; y la sala se llenó de pañuelos porque la gente lloraba. Parecía aquello un campo nevado». Nevado como la estepa rusa; pero más hospitalario y benefactor.
Embajadores en el infierno fue examinada con lupa por las autoridades franquistas, que al parecer llegaron a incluso a prohibir su estreno preventivamente. Forqué cuenta que, para su dictamen definitivo, acudieron a una proyección José Luis Arrese, ministro Secretario General del Movimiento, Agustín Muñoz Grandes, general al mando de la División Azul y a la sazón ministro del Ejército, y Gabriel Arias-Salgado, ministro de Información, que unos años antes había mantenido agrias fricciones con Torcuato Luca de Tena; y que, al final de la misma, uno de los tres rezongó: «La cabronada es que la película es muy buena». Tenía más razón que un santo; la cabronada es que, medio siglo más tarde, siga sin reconocerse (por razones antípodas, pero igualmente cerriles) tal evidencia.
Juan Manuel de Prada
embajadores en el infierno. José María Forqué. Protagonizada por Antonio Vilar y Rubén rojo. España, 1956
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