28 junio 2010
La verdad resulta, a veces, puñetera, pero es siempre insobornable, y reaparece, una y otra vez, entre el oleaje levantado por los mitos, las leyendas y las fábulas. Con esta convicción me animo a terciar en la polémica que ha suscitado el lúcido artículo de Joaquín Leguina, y al que, entre otros, ha respondido ese excelente escritor que es Javier Cercas, reiterando una tesis que defiende desde hace tiempo. No voy a referirme al indiscutible derecho que tenemos todos a enterrar a nuestros muertos, ni al deber, que ha de terminar de cumplirse íntegramente, de honrar y reparar jurídicamente a los perseguidos injustamente por la dictadura, ni a la mal llamada Ley de Memoria Histórica, que tantos atacan y defienden sin haber leído.
La razón por la que el debate abierto sobre nuestro reciente pasado suscita tanta pasión radica en lo que el propio Cercas define como "lo peligroso de este asunto". Con sus palabras, "no estamos hablando del pasado sino de la relación del presente con el pasado, es decir, del fundamento histórico de nuestro sistema democrático".
Partiendo de una idealización romántica de lo que fue la Segunda República, se pretende deslegitimar la Transición y articular un relato para enlazar el fundamento de nuestro actual sistema político con la República asaltada por la sublevación militar de 1936. La conclusión del argumento se apunta indisimuladamente: se le debe exigir a la derecha (y también parece ahora que a una parte de la izquierda) que lo acepte, y si, como resulta probable, no lo hace, que quede confinada, identificada con el franquismo, "en el ominoso rincón que le corresponde" (Cercas). No es difícil imaginar las consecuencias que tendría este arrinconamiento para nuestra convivencia política.
Sorprende ver quiénes son los que preconizan este planteamiento. No son los últimos supervivientes de la generación que padeció la tragedia de 1936, porque, como escribió Javier Pradera, fue "la generación más comprometida con la política de reconciliación nacional impulsora de la Transición a la democracia". Tampoco la generación de los hijos de quienes participaron en la guerra, a la que pertenecemos quienes desde nuestra comprometida oposición a la dictadura logramos en la Transición que por fin venciera la democracia, ciertamente con el concurso indispensable de otros que tenían un origen político distinto. Los que pretenden asentar el fundamento de nuestro sistema democrático en 1936 pertenecen, en general, a la generación de nuestros hijos, que significativamente prefieren identificarse como "nietos de la guerra" que como "hijos de la Transición". No se pudieron oponer a la dictadura por razones de edad, y en algún caso parece como si quisieran ahora lancear al régimen muerto para adquirir unos méritos que nadie puede pedirles. Quienes crean en una historia generacional, podrían sostener que este impulso de búsqueda de la legitimidad de 1936 terminará con la siguiente generación, y que serán, por tanto, los "nietos de la Transición" quienes reivindiquen la plena legitimidad histórica de 1978; mientras, solo cabría esperar que los "hijos de la Transición" no acaben freudianamente con la obra de sus padres para lograr su propia justificación generacional. Aunque pueda haber algo de cierto en esto, es evidente que la realidad no puede interpretarse en una clave tan simple. De ahí que convenga defender no solo lo que se hizo en 1978 sino, sobre todo, lo que tenemos, porque sabemos lo que ha costado, cuál es la realidad histórica que subyace en ese idílico pasado republicano y, lo que es más trascendente, lo que nos esperaría de prosperar la tesis deslegitimadora de la Transición.
Azaña, que tiene una indiscutible autoridad para juzgar la España de 1936, escribió: "¡Cómo se odiaban antes de la guerra los dos bandos españoles, cómo estarán los ánimos después de los horrores padecidos! Mientras vivan las actuales generaciones no podrán restaurarse las condiciones mínimas de convivencia social pacífica. El odio ha engendrado la venganza, que ha suscitado nuevos odios, y así hasta el exterminio. Todo el pueblo español está enfermo, y sus curadores actuales no saben otra receta que fusilarlo". Nuestra generación sintió desde su nacimiento, como tan certeramente apuntó Machado, que aquellas dos Españas helaban nuestros corazones, y se propuso lograr una España distinta en la que todos pudiéramos convivir en paz y libertad. De ahí la Transición, que no es, como se pretende, un pacto del olvido, sino un pacto hecho desde el recuerdo de aquella realidad. El 14 de abril, que nació tan esperanzadoramente, no precisó otra fecha del pasado para asentar su legitimidad. Tampoco lo precisa la democracia surgida de las Cortes Constituyentes de 1977, en un acto de pleno ejercicio de la soberanía popular.
Muñoz Molina hizo una reflexión complementaria de lo anterior: "Ni una sola de las libertades que afirmaba la Constitución de 1931 está ausente de la de 1978, del mismo modo que las valerosas iniciativas de justicia social, educación e igualdad de aquel régimen, por la enorme diferencia de los tiempos históricos, no pueden compararse con los progresos del Estado de bienestar que disfrutamos ahora", y añadía: "Defender la instrucción pública y no la ignorancia, el respeto a la ley..., el acuerdo cívico y el pluralismo democrático por encima de los lazos de la sangre o la tribu..., estos son mis ideales republicanos: espero que se me permita no incluir entre ellos la insensata voluntad de expulsar al adversario de la comunidad democrática. Ni el viejo y renovado hábito de repetir consignas en vez de manejar razones. La lealtad sentimental no debería cegarnos, precisamente porque entre los valores republicanos más altos está la primacía de la racionalidad sobre el delirio romántico".
Cuando Javier Cercas se refiere al asalto que en 1936 sufrió la legalidad republicana, no cita que también en 1934 la legalidad republicana fue quebrantada, aunque ciertamente las consecuencias fueran incomparables. Como fue quebrantada la convivencia republicana cuando algunos policías descontrolados asesinaron al líder de la oposición monárquica sin que el Gobierno lo condenara, y cuando ese mismo Gobierno renunció al monopolio de la violencia legítima, que corresponde al Estado de derecho, al distribuir las armas con las que se asesinaron a decenas de miles de ciudadanos. Al recordar estos hechos, que no se nos argumente con los horrores del franquismo a quienes siempre lo hemos condenado y combatido, pues la cuestión es otra: no se trata de dilucidar si unos fueron peores que otros, que lo fueron, sino si las raíces de nuestro sistema democrático se encuentran en la España de 1936, en la que el odio conducía al exterminio, o en la España de la Transición, que lleva más de 30 años conviviendo en paz y libertad. Y esta insobornable verdad, que bien percibe la inmensa mayoría de los españoles, debería llevarnos a responder, definitivamente, con firmeza, que la legitimidad de nuestra democracia se arraiga y se fundamenta históricamente en las Cortes Constituyentes que aprobaron la Constitución de 1978.
Cabe preguntarse, además, ante un presente tan adverso y encrespado, tan necesitado de nuevos consensos para afrontar la magnitud de algunos de los problemas que tenemos planteados en España, qué sentido tiene este viaje político a un pasado que aún divide emocionalmente a los españoles. Hace falta más sabiduría y coraje políticos para negociar y pactar que para intentar aniquilar, aunque solo sea políticamente, al adversario. Esa fue la clave de la grandeza, tan excepcional en nuestra historia contemporánea, de la Transición, de aquel momento fundacional de nuestro actual sistema democrático. Entonces, desde la superioridad moral de la libertad, se cumplió por fin el testamento de Azaña, pues se hizo la paz, hubo piedad y se perdonó.
Gregorio Marañón y Bertrán de Lis es académico de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
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