Plaza del Castillo
Un jovencísimo Rafael García Serrano
De “bronco y valioso narrador navarro”, lo califica José
Carlos Mainer en Falange y literatura.
Y en su imprescindible Las armas y las
letras Andrés Trapiello recuerda sus “novelas vigorosas” y lo retrata, se
ve que con indisimulada antipatía, de esta guisa: “Su temperamento, de
naturaleza rifeña, es harto brusco, y su prosa, cuajada de casticismos, tiene
esa impronta tan falangista, quizá navarra al estilo de José María Iribarren,
que es envolver besos en coces, interjectada cada cinco líneas por un par de
tacos, que suenan siempre, en medio de la página, como petardo pedregoso y
extravagante, lo que García Serrano compensa con arrobamientos de corte lírico,
todo lo cual convierte su prosa en algo alucinante, efusivo y personal.”
Estos días, con los encierros de
Pamplona empitonando la calles Estafeta de la tele, me he acordado de
él, que escribió la gran novela sobre ellos y todo
lo que los rodea, o habrá que decir lo que los rodeaba, que han pasado
bastantes décadas desde su publicación y más de los acontecimientos que
recrea.
A un escritor rojo hay que medirlo por su escritura; a uno azul, por lo
mismo.
Que los haya habido más de la primera cuerda no debe hacer olvidar a los
de la
segunda, que además tienen en contra a la opinión hoy dominante.
Hay aspectos de Rafael García
Serrano que me lo acercan a Ford. Si la trilogía de la Caballería americana
tiene su correlato en la trilogía (bien que sin intención unitaria) sobre la
Guerra Civil que el navarro llamaba “ópera Carrasclás” (Eugenio o proclamación de la primavera, La fiel infantería y esta Plaza
del Castillo), su humanidad, su empatía con el otro le hacen sentir, con
Ford, que el enemigo es alguien a quien se combate, no a quien se odia. En Plaza del Castillo, los jóvenes
pamplonicas como García Serrano se unen al rebelde general Mola no solo para
salvar España, con frase solemne y levatisca, sino también “porque se van todos
los amigos” en una escena que me recuerda a otra de las más hermosas que despliega
Misión de audaces: aquella magistral en
la que el hibernoamericano, que donde ponía el parche ponía la bala, retrata a
los cadetes del Sur marchando al frente como casi en un juego (que acabaría en
tragedia, como en España, después, pasada la euforia de las primeras descargas,
y no solo de fusilería sino de adrenalina).
Y hablando de otro yanqui, el Fiesta de Hemingway no es superior a Plaza del Castillo, que forma en ese
pequeño batallón de novelas que ostentan nombres de plazas en sus títulos, como
La plaza del Diamante de Mercè
Rodoreda o Berlin Alexanderplatz de
Alfred Döblin. Escrita en 1951, la acción cubre desde las vísperas de los
Sanfermines de 1936 hasta el día posterior al alzamiento. Se ha señalado que su
estructura es coral, predecesora en ello de La
colmena. Reproduce caracteres, tipos, ambientes, tiene la llave de lo local
y grita no como un guiri: ¡Gora San Fermín!
Escritor de rompe y rasga, destructor
de moldes en que encajan como un guante los perezosos que todo lo ven blanco o
negro, falangista que tuvo problemas con la censura durante el régimen de
Franco, Rafael García Serrano fue el tipo que una mañana temprano llevó a sus
dos hijos a misa a rezar por un hombre que acababa de morir tiroteado
defendiendo sus ideas. Un héroe, les dijo. No, no era José Antonio Primo de
Rivera sino Ernesto Ché Guevara.
Antonio Rivero Taravillo
http://fuegoconnieve.blogspot.com.es/2013/07/plaza-del-castillo.html
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Magnífico artículo. Lo del Che no lo sabía y lo meto en las cosas que estoy escriboendo sobre nosotros, los falangistas. Enhorabuena
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