(El autor del relato, José
Manuel Sánchez del Águila Ballabriga. La fotografía, en blanco y negro, alimenta la biografía desafiante de un autor ciertamente interesante)
La ciudad empezó a atosigarnos. Antes, nos había enamorado: cuando
el paseo aquel con la novia y cuando recorríamos nuestros primeros kilómetros
en el coche del padre, recién estrenado el carnet de conducir. Entonces la ciudad
no dejaba de impresionarnos y la saboreábamos en cada esquina, en cada tarde y
en cada beso. Y la verdad era que nos llegó a resultar atractiva con sus
semáforos, y sus gentes con prisa, y sus luces de neón. Nos resultaba acogedor
su tráfico incesante, sus comercios encendidos y sus pasos de peatones; en
otoño, las pocas castañeras que iban quedando, y en verano, la soledad que
dejaba la fuga de tantos. Despacio, como la excitante nicotina de nuestros
primeros cigarrillos de juventud, aquella ciudad fue entrando en nuestra sangre
hasta quedarse con nosotros; y el humo de sus coches y sus pecados se fue
haciendo habitual en nuestros bronquios, en nuestras vidas, en nuestras
pequeñas biografías. Hasta que la ciudad, toda entera, acabó penetrando en
nosotros como una grave infección, pretendiendo unirse inseparablemente a
nuestro futuro.
Así, sin que
llegáramos a entenderlo del todo, con nuestro amor y nuestra entrega, fuimos
llegando a un punto sin retorno en el que ya no pudimos pasar sin ella, sin sus
tiendas, sin su orden, sin la sombra protectora de sus edificios y sin su
estridente vulgaridad.
Pero hubo un día
en el que llegamos a perder el entusiasmo y hasta el respeto. Pronto nos
decepcionó su rutina; nos cansó la noche del viernes cuando aquella conversación
banal en un bar de copas; pronto nos pareció que el paseo de la mañana de un
sábado cualquiera en busca del aperitivo acababa siendo muy poca cosa. Fue
entonces cuando nosotros, que ya nos sabíamos secuestrados, trocamos nuestra
adhesión en una suerte de rebeldía y desesperación. Entonces nos dimos cuenta
del engaño y quisimos escapar hacia una soledad que, por esta vez, no era
castigo y nos acercaba a la luz. Un día nos levantamos y no le encontramos la
gracia; nos negamos a entenderla, a seguir siendo fieles a todo aquello que nos
había empujado al vacío, a esa lucha desesperada y moderna del éxito, del todos
contra todos. Esa ciudad, esa lucha, otra selva, justificaba a Hobbes y su
hombre, lobo de hombres y de lobos. Desde siempre habíamos querido algo más,
como el anuncio, o, al menos, algo distinto.
También fue
entonces cuando nos empezó a cansar esa geometría de bloques iguales impuesta
por la sinrazón de unos extraños arquitectos. Nos parecieron irrazonables y
absurdas esas rondas de circunvalación que llevaban las prisas de muchos a la
insatisfacción de unos hogares en los que olía a rancio y sonaba en la
televisión, inevitable, la media naranja de la rutina y la zafiedad, Almodóvar
puro en cinco metros cuadrados de salón-comedor-estar-televisor-singer. El
cuadro nos aterrorizaba. Queríamos escaparnos; necesitábamos huir, buscar asilo
en la diferencia.
Y al final, casi
sin esfuerzo, nos acabamos escapando; queriendo encontrar la luz y la vida con
mayúscula en horizontes más abiertos y en cielos distintos. Nos fuimos a la
vida difícil y bella de un atardecer de silencios en una geografía de árboles,
y de arroyos, de colinas y de colores. Ya era de noche y, sólo con levantar la
vista, se nos ofrecían, titilando, todas aquellas estrellas que no acabábamos
de encontrar en las noches iguales de la ciudad de bloques y distancias.
Aunque fuese una
ilusión de fin de semana, aunque sólo disfrutáramos de régimen abierto,
comenzamos a cifrar la alegría y la belleza en una tienda de campaña plantada
en medio de un claro de bosque y de luna; en nuestra dura caminata hacia las
pequeñas cumbres que en febrero se cubrían de nieve. La vida empezó a sabernos
distinta en el frío y la esperanza que nos sacudía al amanecer, cuando
reavivábamos el fuego que nos calentó, que nos acercó en la noche.
Nos volvimos
entusiastas de nuestro descubrimiento. Llegamos a sentirnos nuevos, felices. De
este modo, y sin pretenderlo, nos acabamos vengando del repartidor de
propaganda de las últimas ofertas de aquel hiper,
que ensuciaba nuestros buzones y nuestra economía; del camión de la basura que
interrumpía nuestros sueños a las tres de la mañana; del semáforo siempre rojo
que nunca acababa de encenderse, y del niñato aquel –me quedé con tu cara- que
estrellaba la litrona vacía y su frustración contra un pavimento lleno de
papeles, de colillas, de paseos tristes y de cacas de perro; todo un detritus
que acabaría siendo endémico, definitorio de una ciudad a la que, posiblemente,
nunca llegaríamos a entender y que nunca sabrá que nos hemos ido.
(*) José
Manuel Sánchez del Águila Ballabriga es abogado y escritor
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