"Mientras
el primero aportaba versos al ‘Cara al sol’, el segundo componía odas a
Stalin. Toda su obra está salpicada por las circunstancias y su
posicionamiento político."
por Kiko Méndez-Monasterio
Para Agustín de Foxá los versos de Rafael Alberti, de Cernuda, de Miguel Hernández, es
decir de casi todo el 27, “son poemas de laboratorio, sin fuerza ni
hermosura, equívocos, cobardes, llorones”. Por eso declina la invitación
de Luis Buñuel para asistir al estreno de la Edad de Oro, esa tarde prefirió acudir a un mitin de José Antonio. Con esa elección, al abismo estético se une la confrontación política.
Desde entonces, las figuras de Foxá y de Alberti están condicionadas por
el tiempo fratricida que vivieron. El primero contribuyó con algunos
versos al himno falangista –“Cara al sol con la camisa nueva, que tú
bordaste en rojo ayer”–; el segundo prefería dedicarle poemas a Stalin
–“Padre y maestro y camarada”–.
Agustín de Foxá: mucho más que anécdotas
Para hacerse una imagen adecuada de él, nada mejor que su autorretrato: “Gordo; con mucha niñez aún palpitante en el recuerdo. Poético
pero glotón. Con el corazón en el pasado y la cabeza en el futuro.
Bastante simpático, abúlico, viajero, desaliñado en el vestir,
partidario del amor, taurófilo, madrileño con sangre catalana”.
Nació en Madrid casi con el siglo, en 1903. Además de conde de Foxá y marqués de Armendáriz fue
periodista, diplomático, autor teatral, académico y poeta. Sólo
escribió una novela, pero es legado suficiente como para considerarlo
uno de los mejores prosistas de la pasada centuria. Ahora no tiene el
hueco debido en el mausoleo cultural porque nunca le han perdonado su
orgullo reaccionario, su cuna aristocrática, su versátil talento y su
vinculación con la Falange.
Cincuenta años después de su muerte, además de las polémicas por la
necia censura con la que pretenden silenciarle, queda de Foxá su Madrid, de Corte a checa, una novela maestra por la fuerza de su estilo, como La educación sentimental, de
Flaubert, pero que además se puede leer como libro de aventuras, como
crónica intelectual de la época o incluso, a pesar de ser un enemigo
declarado del romanticismo, como continuación de Las memorias de
ultratumba de Chautebrieand, por ese guiño melancólico de quienes han
conocido la dulzura de vivir del antiguo régimen.
Él contaba que logró salir de aquel Madrid chequista gracias a que se
comió, mano a mano con el secretario de un ministro, los últimos
cochinillos de la ciudad. Le dieron un puesto como representante de la
República en Bucarest, y allí acudió, previo paso por la zona nacional,
claro, para ponerse al servicio del gobierno de Burgos.
Llegó la paz aquí y la guerra al resto de Europa, y todavía, prisionero
de su ingenio, se metió en líos tan gordos como él mismo llegaría a ser:
diplomático en la Italia de Mussolini, fue declarado persona non grata
por el Régimen: unos dicen que a causa de sus bromas inadecuadas hacia
el conde Ciano; otros que por decirle a la embajadora alemana, delante
de varios jerarcas fascistas, que el Reich demostraba gran valor al
elegir a sus aliados. Y es que, además de su novela, su teatro, sus
artículos y sus poemas, a Foxá le sobreviven sus anécdotas, tan
innumerables como sus apariciones en sociedad, porque no hay quien le
haya conocido y no cuente de él alguna ocurrencia genial. Eso sí,
imposibles de contrastar.
Fue en Chile, dando una conferencia en la que afirmaba que en España aún
se moría por honor, donde un exaltado le interrumpió diciendo que allí
sólo se moría por la democracia. “Ya –contestó rapidísimo el conde–,
pero eso es como morir por el sistema métrico decimal”. En España, en
una tertulia, algún pelota institucional tuvo la osadía de decir que el
Espíritu Santo inspiraba los discursos del Caudillo. “Mañana mismo me
hago de Tiro al pichón”, apostilló Foxá.
Tenía de diplomático la carrera y la condición, pero la incontinencia de
su vivísimo ingenio creó más de un problema, como cuando en una cena
oficial una dama norteamericana se quejaba de que en España se criticaba
mucho a los EE UU, pero gustaban mucho más los dólares. “Señora –respondió el conde–, también nos gusta el jamón y no por ello nos revolcamos con los cerdos”.
Renegar no renegó nunca, pero ya instalado en la figura de epicúreo
senador romano, miraría con cierta condescendencia su etapa más juvenil:
“Todas las revoluciones han tenido como lema una trilogía: libertad,
igualdad, fraternidad, fue de la Revolución francesa; en mis años mozos
yo me adherí a la trilogía falangista que hablaba de patria, pan y
justicia. Ahora, instalado en mi madurez proclamo otra: café, copa y
puro”.
Murió en 1959 sin haber pronunciado el discurso de ingreso en la Real
Academia. Para la ocasión hubiese servido su mejor poema, Melancolía de
Desaparecer:
“Y pensar que después de que yo me muera,
aún surgirán
mañanas luminosas,
que bajo un cielo azul, la primavera,
indiferente a
mi mansión postrera,
encarnará en la seda de las rosas. (...)
Y pensar
que no puedo en mi egoísmo
llevarme al sol ni al cielo en mi
mortaja,
que he de marchar yo solo hacia el abismo
y que la luna
brillará lo mismo
y ya no la veré desde mi caja.”
ResponderEliminar"Según denunció en su momento Luca de Tena -nunca desmentido, ni fruto de querella, a pesar de algunas amenazas en este sentido por parte Rafael Alberti- este inspirado poeta también de la ignominia, junto con su compañera, la señorita María Teresa León (como maliciosamente la nombrara Manuel Azaña), apuntaban desde sus publicaciones a quien había que matar. Alberti formó parte de los tribunales populares en la checa de intelectuales con sede en el Palacio de Bellas Artes de Madrid."
Maria Veredas