BILBAO AL FONDO
Último tercio
Vuelven los toros a Bilbao con su peculiar parafernalia: clarines, timbales, abanicos, olés, antitaurinos
Plaza de toros de Vista Alegre |
Vuelven los toros a Bilbao y saca uno su entrada con una
mezcla de estupor y melancolía, sin saber muy bien qué razones le
devuelven a Vista-Alegre, pero sin dejar al mismo tiempo de mirar hacia
el cielo, intentando descifrar en las nubes lejanas si cambiará el
clima, si habrá viento el sábado, si se le complicarán las cosas a
Fandiño. «Que tenga suerte ese torero», murmura uno para sí, ya de
vuelta, mientras guarda los tickets en la chaqueta, enfilando General
Concha. Es entonces cuando regresa el ruido blanco cerebral: las íntimas
disquisiciones pesimistas.
Porque lo cierto es que ha ido uno perdiendo mucho del
entusiasmo taurófilo que distinguió su juventud. Fueron aquellos unos
años en los que la pasión se manifestaba aún exenta de ironía. Digan lo
que digan, los jóvenes son una gente que se toma las cosas
extraordinariamente en serio. Solo eso explica aquellos viajes
minuciosamente planeados para ver las últimas tardes de Chenel. Y las
peregrinaciones a Madrid para acampar en ‘Cock’ y ver a tal o cual
torero en una de esas dos o tres citas en las que resultaba
imprescindible verle.
Y qué decir de la lectura minuciosa de tantos libros,
muchos de ellos del todo insalvables, pero algunos pocos sencillamente
luminosos: descubrimientos de Chaves Nogales y Corrochano, la novelita
aquella de Joaquín Vidal, el impecable ‘El toreo y las luces’ de
Aquilino Duque. Y la lectura fascinada, inacabable, de aquella revista
llamada ‘Quites’, que llegaba siempre con una viñeta de Ramón Gaya en la
portada y en cuyas paginas convivían Manolo Vázquez y Rafael de Paula
con Bergamín, Claudio Rodríguez, Brines o Ferlosio.
Sin embargo, qué lejos todo aquello. Miro ahora la zona
de mi biblioteca dedicada a los libros de tema taurino y tengo la
sensación de haberme dedicado en un tiempo lejano al estudio de una
disciplina estrafalaria que he olvidado por completo. Incluso he
olvidado los motivos que me empujaron al estudio de aquel saber
quimérico. Abramos un volumen al azar por donde señala el marcapáginas:
«Este espectáculo es ciertamente uno de los más hermosos del mundo si se
considera, simplemente, como un regalo de la vista o como un esfuerzo
de la valentía e infinita agilidad de los ejecutantes». Es Edward
Clarke, un viajero inglés que asistió a una función de toros celebrada
en la Plaza Mayor de Madrid en 1760... Etcétera.
Pese a todo, claro, sigue uno yendo de vez en cuando a
los toros, y siente una lejana devoción por un par de matadores que
están en activo, y de pronto, una tarde, una media verónica perfecta
vuelve a dejar claro cuál es el sentido profundo de todo el espectáculo:
la búsqueda de la inexplicable emoción estética. Pero aún así cada vez
pesan más las tardes en que el espectáculo tiene mucho de estafa, y
todos esos toreros gimnásticos y funcionariales, y los debates
bizantinos entre taurinos y antitaurinos: augustos y clowns
sobreactuados a los que alguien empuja a la pista central del debate
público.
Es todo tan extraño que ni siquiera me sorprendo cuando
pienso que lo más auténtico que creo encontrar en algunas tardes de
toros son precisamente los antitaurinos, esa gente llena de fe y
pintoresquismo que no compone grupos sino retablos. Sus pancartas llenas
de sangre y espadas me recuerdan mucho a Solana y creo que sus mejores
gritos podría firmarlos aquel aficionado inverso y problemático que fue Eugenio Noel. Yo creo que llegaré a ir a los toros solo para disfrutar
de su presencia castiza en la puerta de la plaza. Ellos garantizan a su
manera la supervivencia del espectáculo y quién sabe si incluso también
la de la raza.
http://www.elcorreo.com/alava/20120615/mas-actualidad/cultura/plaza-toros-bilbao-fondo-201206141946.html
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