Rey Lear recupera «Diez minutos antes de la medianoche», genial prólogo de «Los ladrones somos gente honrada»
ABC
Enrique Jardiel Poncela fue un cachondo mental.
Dicen que un puntito misógino, pero de un humor tan fino y atemporal
que incluso en estos tiempos de grosería y zafiedad generalizadas los
diálogos de sus obras de teatro resultan chispeantes, chocantes, pura esgrima humorística.
Bajo la amable apariencia de comedia de todas sus obras, Jardiel servía siempre unas gotitas de arsénico, tanto por compasión como porque, hombre descreído, la sociedad no le gustaba generalmente ni un pelo.
Manostijeras de la República y de Franco
Jardiel
creció en un ambiente culto (de visita semanal obligada al Prado),
estudió en la Institución Libre de Enseñanza, triunfó pronto, conoció Hollywood, escribía como un pachá en los cafés madrileños (esos a los que ahora finiquitan), se anticipaba a Noel Coward, la Guerra Civil le gastó una broma pesadísima (preso en una checa por una acusación infundada), y tras la contienda vio cómo sus obras (en especial «La tournèe de Dios») le hacían tan poca gracia a la censura de Franco como años atrás le ocurriera con la tijera republicana.
Murió demasiado joven, a los 50 años, en 1951, a consecuencia de un cáncer de laringe que, junto a un rosario de fracasos artísticos y monetarios le amargaron los últimos días de su vida a este hombre que tanto hizo reír a los botarates de sus congéneres.
En
1939 (vaya tiempos para andarse con bromas), Jardiel publicó una obrita
de teatro en una colección llamada «Los novelistas, otro absurdo como
los de sus piezas, titulada «Diez minutos antes de la medianoche»,
subtitulada, como era habitual en la época, «Novela para muchachas y
para hombres tímidos», y que a la postre se convertiría en el prólogo de
una de sus obras más geniales, «Los ladrones somos gente honrada». La obra la recupera ahora en bella edición Rey Lear.
Cacos de buen corazón
Un
asunto recurrente, el del caco de buen corazón, que no mata ni una
mosca, y que solo quiere apañarse un poco la vida con unos ingresillos
extra y alguna aventurilla, figura a la que el cine pronto rendiría
tributo en títulos como «Atraco a las tres» («un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo», frase absolutamente jardilesca) de José María Forqué, o «Rufufú», de Mario Monicelli.
De hecho, Jardiel Poncela había escrito dos artículos sobre la figura del ladronzuelo como «Consejos para ser un buen ladrón» («El libro del convaleciente. Inyecciones de alegría para hospitales y sanatorios») y «El concepto sociológico del ladrón».
Innovadora
y rompedora como casi siempre, y como bien recuerda en el epílogo
Fernando Valls, «la obra tiene un arranque cinematográfico, pues el
narrador actúa como si se tratara de una voz en off, pero también como
una cámara que va barriendo el espacio por donde trnascurrirá la acción,
partiendo de un plano general para llegar al lugar preciso de los
hechos. Más curioso resulta observar de qué modo se transgrede el
espacio realista animándolo, pues los cisnes comen ranas y las estatuas
del jardín adquieren durante la vida noche propia, refugiádose en el
invernadero o estufa como el algunas versiones de Don Juan».
Estimados
lectores, si este mundo cutre y bilioso en que vivimos no les ha
ensuciado el corazón, a buen seguro que se partirán los cromosomas con
este Jardiel mínimo pero gigantesco. Esto es solo el principio: «La
acción, en un país, en el que la gente es tan inteligente que nadie
allí, a excepción de los gobernantes, se ocupa de la política». Más contemporáneo que la prima de riesgo.
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