Bengoechea irrumpe en la poesía española como una hierba entre dos adoquines, y esos adoquines eran nada menos que Blas de Otero y Gabriel Celaya
Aquilino Duque. (Diario ABC)
EL Domingo de Resurrección de 2007 asistí al ya tradicional Pregón
Taurino de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla en el Teatro Lope
de Vega, también llamado «de la Exposición», a cargo esta vez del
entonces Defensor del Pueblo don Enrique Múgica Herzog. Confieso que fui
menos por oír al orador que por aplaudir a un hombre de bien, es decir,
a un patriota, en unos momentos en que una clase política vil y una
«ciudadanía» que allá se anda con ella, consideran de mal gusto amar y
defender a la patria que las vio nacer. Esa hombría de bien de Múgica
culminó para mí cuando cerró su perorata con unos versos y un recuerdo
del poeta vizcaíno Javier de Bengoechea. Alguna vez he dicho que yo
tengo una memoria de elefante para los favores que se me hacen, y yo no
puedo olvidar el favor que hace ya muchos años me hizo Javier de
Bengoechea cuando en términos para mí muy honrosos se ocupó de una de
mis primeras novelas en uno de l os principales diarios nacionales.
Todas estas cosas se me vinieron a la memoria cuando oí mencionar su
nombre al f i nal del Pregón Taurino y no perdí un segundo en tratar de
ponerme al habla con Tabaco y Oro, que así fue Javier por la fiesta
nacional, título por cierto de uno de sus libros de poesía. Premio de
esos esfuerzos fue el envío por Javier y su hija Mila del volumen de su
Poesía Completa, «A lo largo del viaje», editado por la Universidad del
País Vasco. Los dos primeros libros recogidos en ese volumen están
además traducidos al vascuence por un italiano benemérito, proeza para
mí tan admirable como la de aquel amigo mío que se entretuvo en poner la
tabla de logaritmos en números romanos.
Bengoechea irrumpe en la poesía española como diría Michelet,
comme une herbe entre deux pavés, como una hierba entre dos adoquines, y
esos adoquines eran nada menos que Blas de Otero y Gabriel Celaya, los
dos colosos de la poesía española de trasguerra. Ya era mérito que
aquella hierba juvenil alcanzara una lozanía propia entre aquellas
potencias poéticas entre las que le tocó estar situada y con las que
siempre tuvo una cordial relación de amistad y admiración. Excombatiente
como ellos del Ejército nacional, pronto vio que la victoria no
transformaba a España en el paraíso terrestre y, con más mesura que
ellos y con menos eco por tanto, no dejó de dar testimonio del
descontento generacional. Pero no nos adelantemos a los acontecimientos.
Sus dos primeros libros se inscriben en la estética del grupo
Garcilaso. Predomina en las formas el soneto, una estrofa con la que
Bengoechea llegará a hacer auténticos juegos malabares, según va pasando
del lirismo renacentista a la variedad temática del barroco. Buen
conocedor de sus clásicos, hay en él ecos del Marqués de Santillana en
la letrilla «Pie para el retrato de una niña rubia…» y del Ridruejo de
los «Sonetos a la piedra» en los sonetos «La luna» y «La veleta».
Bengoechea dialoga mucho con los muertos: Quevedo, Unamuno, Hernández,
Blas de Otero…y aprueba con notas brillantes las asignaturas poéticas de
trasguerra: el amor, la angustia existencial y la fe, sobre la que
tiene versos definitivos: « El misterio es seguro. Existe. ¡Mira! / Tapa
mis oj os y me deja ci ego. / Cierra mi boca con su t acto oscuro. / Es
la mano de Dios. Y yo la beso.»
Gran aficionado a la fiesta nacional y a la pintura universal,
hace de aquélla una metáfora de la historia patria y toma a la otra como
pretexto para sentar cátedra de ideas estéticas. En su reflexión
taurina sobre la realidad nacional abundan los golpes de pecho y los
«descargos de conciencia » , de rigor también en unos tiempos en los que
el inconformismo era un i mperativo moral e i ntelectual. En ese
inconformismo sigue, aunque guardando l as distancias, a Celaya y Otero,
y digo lo de las distancias porque de lo contrario no hubiera escrito
en una imprecación a los poetas sociales: «las buenas intenciones /
nunca han salvado a un libro, ni aun de caballería.»
Hoy que por desgracia comprobamos la bondad de aquellas
intenciones de los poetas sociales, hay sin embargo que destacar en
ellos lo que su antólogo José Luis Cano denominó «el tema de España». Yo
creo que fue ese tema, o esa retórica, lo más noble que tuvo Bengoechea
en común con los poetas sociales. Gran vasco. Español —son sus
palabras—, Bengoechea vive en una recatada / Bilbao interior sitiada /
por el vasco neanderthal. Por eso hoy, que no sólo Bilbao, sino toda
España está a merced del «vasco neanderthal», no puedo leer sin emoción
versos como aquellos en los que Javier de Bengoechea dice sin rodeos:
«Digo tu nombre: España…/ España, España, España, / y una vez, y otra, y
otra, / toquemos a rebato / para que Dios nos oiga.»
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