Reconociendo que carecía ya del vigor necesario para
ejercer adecuadamente la trascendental labor que le encomendaron hace apenas
ocho años, quien fuera Benedicto XVI ha renunciado a continuar siéndolo,
para regresar a ser Joseph Ratzinger. Como la dimisión de un Papa no es algo
que suceda todos los días, y como las últimas imágenes de Juan Pablo II
nos habían llevado a
pensar que, fueran cuales fuesen sus graves limitaciones
de salud, los Papas debían asumir su cargo-carga hasta el final, la noticia
ha sido muy impactante. Y así, impactados y también tristes por la
anunciada marcha del Papa, nos quedamos muchos al principio.
Pero un poco más tarde, al conocer las palabras y motivos
del Papa, comenzó a despejarse la tristeza. Quizás por ahora no pueda
explicarse todo; quizás haya recibido algún serio aviso sobre una grave merma en
sus facultades físicas y mentales, y no quiere dejar a la Iglesia en una
preocupante situación: con un Papa enfermo y muy limitado ante las
importantes funciones que requiere el papado actual. Porque queda claro que si
un hombre sabio y reflexivo como es él, ha tomado tal decisión después de
«examinar ante Dios mi conciencia», será porque su marcha es lo más razonable
y beneficioso para la Iglesia en estos momentos.
Con Benedicto XVI se nos va el Papa profesor
universitario con gran rigor intelectual en sus documentos, el mayor promotor del
diálogo entre la fe y la razón. Se nos va el Papa que limpió de inmundicias
algunos rincones oscuros y sucios de la Iglesia, y que ha dejado su
despensa intelectual llena de escritos, reflexiones y palabras para irlos
degustando durante mucho tiempo. Se nos va un Papa con capacidad y atractivo
para convocar a cientos de miles de jóvenes a su llamada. Se nos va un
Papa valiente y ejemplo de hombre libre, como demuestra también con su
sorprendente dimisión.
Con Benedicto XVI se nos va un gran Papa.
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