Una curiosa historia que reproducimos desde La Información de Alicante
Un vietnamita debajo de José Antonio
11.02.2013
Faltaba poco para que amaneciera el último día del invierno de 1945 cuando Carlos llegaba al cementerio de Alicante, cargando sobre el hombro derecho un saco en cuyo interior había un objeto pesado. Venía andando desde su casa, situada en el primer piso de un edificio de la calle Segura, cercano a la avenida Alfonso el Sabio. Allí se habían quedado durmiendo su esposa, Concha, y su hijo, nacido el año anterior.
Pocas horas antes, al inicio de aquella noche fría y húmeda, Carlos había entrado en el cementerio y, acompañado por un enterrador, se dirigió con ayuda de una linterna hacia el lugar que tantas veces venía visitando por las noches durante los últimos meses: cuadro doce del camposanto, fila segunda, tumba quinta.
Carlos Atienza Toledo tenía 28 años y había llegado desterrado a Alicante dos años antes. Durante la Guerra Civil había luchado en el bando republicano con el grado de comandante. Poco después de que el ejército franquista entrara en Madrid, Carlos fue encarcelado. También fueron encarcelados su esposa, sus suegros y sus cuñadas. Concha, sus dos hermanas y su madre habían sido condenadas a prisión por haber matado durante la guerra unos pollos que pertenecían a unos curas y con los que hicieron varias paellas. Ellas siempre negaron aquella acusación, que les acarreó no obstante dos años de prisión. Cuando fue detenida, Concha estaba embarazada. En la cárcel sufrió un aborto.
A Concha García le hubiera gustado ser enfermera, pero la guerra, paradójicamente, se lo impidió. Había conocido a Carlos en las Juventudes Socialistas y se casó con él en 1937, en plena guerra. En 1943, cuando su marido salió por fin de la cárcel y fue desterrado de la capital, le acompañó a Alicante, donde volvió a quedarse embarazada y tuvo un parto feliz. Ahora, ambos, madre e hijo, se habían quedado en casa mientras Carlos regresaba al cementerio.
Cuando al principio de la noche Carlos y el enterrador, ambos socialistas, llegaron a la tumba, hicieron que el haz blanquecino de la linterna la repasara para reconocerla y cerciorarse de que era la elegida. La cubría una plancha metálica con una forma parecida a la de un cuerpo. El sepulturero se puso en cuclillas para levantar dos de los ladrillos que conformaban el borde más apartado de la tumba. La linterna que portaba Carlos iluminó entonces el agujero que había quedado destapado. Éste se agachó también, le cedió la linterna a su compañero y metió ambas manos dentro del hueco. Al instante extrajo un saco de arpillera viejo y sucio, pero que contenía el secreto mejor guardado del comité socialista en Alicante: una multicopista portátil y con forma de maletín, similar a las que dos décadas más tarde empezaron a ser conocidas popularmente como vietnamitas, por ser utilizadas por el Viet Cong.
Carlos había ido a su casa andando, cargando aquel saco tan valioso para él y para sus compañeros. Durante varias horas estuvo imprimiendo un nuevo boletín de cuatro páginas. Era el primer periódico clandestino de Alicante durante el franquismo. Los textos eran de Francisco Ferrándiz Alborz, maestro, periodista y escritor nacido en la localidad alicantina de Planes, y que fuera el último director de El Socialista antes de la llegada de la dictadura. La distribución se hacía por toda la provincia a cargo de muy pocas personas, todas de plena confianza del comité socialista. Una de estas personas era el propio Carlos, que como encofrador de Dragados y Construcciones viajaba por los pueblos con frecuencia. Otra era Concha, que lo distribuía en la capital alicantina y en Callosa de Segura con ayuda de unas amigas.
Una vez concluía la impresión, Carlos regresaba al cementerio antes de que amaneciera. Como esta noche. Uno de los vigilantes nocturnos, anarquista y colaborador fiable, le abrió la verja por la que Carlos penetró en el camposanto, cargando el pesado saco. Esta vez fue solo, ayudado de nuevo por la linterna que portaba en un bolsillo de su abrigo, hasta el lugar donde se hallaba aquella tumba que servía de escondrijo para su tesoro.
Casi seis años antes, el 4 de abril de 1939, sólo tres días después de la entrada en Alicante del ejército franquista, esta tumba, entonces fosa común, fue reabierta para reconocer los cadáveres que contenían. Eran cinco. Los cuatro primeros correspondían a dos falangistas y dos requetés originarios de Novelda. El quinto, el que estaba en el fondo, a tres metros de profundidad, fue reconocido como el de José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange. Una vez concluida la exhumación, los falangistas trasladaron provisionalmente los restos de su fundador a un nicho; y luego, al cumplirse tres años de su fusilamiento, el 20 de noviembre, fue llevado en una larga peregrinación a Madrid. Pero el cadáver de José Antonio, según aseguraban quienes asistieron a aquel desenterramiento (Miguel Primo de Rivera y Pilar Millán Astray, entre otros), había dejado en la tierra del fondo de la fosa una huella de unos treinta centímetros, de la que muy pronto se hizo un molde y con éste una plancha metálica. Esta plancha se convirtió enseguida en una reliquia falangista, conocida como "La huella de José Antonio", una vez fue colocada solemnemente sobre la fosa, después de ser rellenada. Pero, entre la huella de José Antonio y la tierra con que fue cubierta la fosa, había quedado un hueco lo suficientemente holgado como para que sirviera de escondite para una multicopista portátil o vietnamita. Y allí dentro volvió a ocultar Carlos su tesoro.
A comienzos de 1948, Carlos fue llamado a declarar por el "Tribunal de Represión de la Masonería y del Comunismo", que le instruía un nuevo proceso por sus actividades clandestinas. Esto precipitó su exilio a París. Poco después fueron a reunirse con él Concha y su hijo. Allí tuvieron una niña. Veinte años después, en 1968, Carlos y su familia se trasladaron a México, donde falleció Concha, en abril de 1972.
En el primer avión que despegó de México hacia España tras la muerte de Franco vino el hijo de Carlos y Concha, que también se llama Carlos. El viejo socialista regresó a su patria tres años después de la muerte del dictador.
Carlos Atienza Toledo falleció en Madrid en el año 2003. En el libro titulado "Palimpsesto sin regusto a magdalena", editado por Visión Libros el año pasado, el hijo de Carlos y Concha les hace un merecido homenaje. Entre las muchas vivencias y anécdotas que relata, está la de la multicopista escondida bajo la huella de José Antonio, una "microhistoria" alicantina (micro sólo por lo breve) apenas conocida pero muy representativa de la posguerra, aquí ampliada y recreada.
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