Por su interés reproducimos el siguiente artículo de César Vidal sobre el último genocida comunista del siglo XX
Pequeño saquete de maldades
César Vidal
De esa manera calificó Felipe González a Santiago Carrillo en aquellos
años de la Transición tan idealizados, y que con sus polvos nos trajeron los
lodos en que ahora estamos enfangados. Felipe González, por supuesto,
menospreciaba al adversario y, en especial, mostraba su resentimiento
consustancial hacia alguien que le podía haber causado un daño
enorme.
Pol Pot |
Carrillo procedía del PSOE, donde había entrado bajo los auspicios de su
padre, Wenceslao, un socialista histórico, y de Largo Caballero, el Lenin
español. Sin embargo, el joven Santiago se percató desde muy pronto de que aquel
PSOE no iría muy lejos en el camino de la revolución proletaria. En 1934, el
retrato que aparecía, lustroso y revelador, en el despacho de Carrillo no era
otro que el de Stalin, el hombre que modelaría su vida. Cuando, en octubre de
ese año, el PSOE, apoyado en los nacionalistas catalanes, se alzó en armas
contra el Gobierno de la República, Carrillo se hallaba entre los golpistas,
pero no dio –según contaron sus compañeros de filas– muestras de valor físico.
Incluso alguno se atrevió a acusarlo de haber sufrido descomposición intestinal.
Fuera como fuese, Carrillo corrió a esconderse, pero acabó dando con sus huesos,
brevemente, en la cárcel. Salió con la victoria del Frente Popular, y a esas
alturas ya era un submarino del PCE que procedió a unificar las juventudes
socialistas y comunistas bajo el control de Moscú.
Stalin |
De su paso por la guerra, su camarada Líster diría que "nunca asomó la
gaita por un frente". Era cierto, pero no fue la suya la labor típica del
emboscado. Por el contrario, convertido en el equivalente al ministro del
Interior de la Junta de Madrid, llevó a cabo las matanzas de Paracuellos. El
tema es discutido aún por algún apologista de la izquierda, pero hace años que
Dimitrov y Stepanov zanjaron la cuestión atribuyendo directamente a Carrillo el
mérito de las matanzas masivas en la retaguardia. Tampoco él lo ocultó durante
años. Carlos Semprún refirió al autor de estas líneas cómo Carrillo reconocía en
privado que los asesinatos en masa se habían debido a sus órdenes, aunque lo
hacía sin jactancia, explicando que la guerra era así.
Kim Jong-Il |
Cuando concluyó el conflicto, Carrillo formaba parte de los comunistas
fanatizados aún creían en que Stalin descendería como deus
ex machinapara arrebatar el triunfo militar a Franco. Con el despiste de no
comprender lo sucedido y el ansia de ajustar las cuentas a todos, escribió una
carta memorable a su padre, uno de los alzados contra Negrín en el golpe de
estado de Casado, carta en la que renegaba de su condición de hijo y afirmaba
que, de estar en su mano, lo mataría. Su progenitor le envió una respuesta que
haría llorar a las piedras, disculpando a Carrillo y atribuyendo el episodio a
Stalin. Los comunistas se habían batido como nadie contra Franco, pero, a la
sazón, no pasaban de ser un montón de juguetes rotos, niños de la guerra
incluidos. Stalin colocó a Pasionaria al frente del PCE, más por su servilismo
que por su inexistente talento; a un desengañado Díaz se lo quitó de en medio en
un episodio que nunca se supo si era suicidio o asesinato, y comenzó a buscar a
alguien totalmente desprovisto de escrúpulos para encabezar el PCE
futuro.
Gadafi |
A Carrillo le tocó la lotería del dictador georgiano simplemente porque
reunía todas las cualidades: amoralidad, ausencia de afectos naturales, sumisión
absoluta a Moscú, disposición a derramar sangre si así se le ordenaba... Décadas
después, tras un programa de televisión en que participamos ambos, Jorge Semprún
me diría que Carrillo era el único superviviente de aquella generación y que se
iría con sus secretos a la tumba. No se equivocó. A cambio de ser el que tuviera
las riendas del poder, Carrillo firmó un pacto absolutamente fáustico con Stalin
en el que la sangre la pusieron otros.
Hermanos Castro |
Antes de acabar la guerra mundial, Carrillo desencadenó la estúpida
operación de conquista del valle de Arán pensando que podría lograr en España lo
que el PCI había conseguido en Italia o el PCF pretendía conseguir en Francia.
Pero Carrillo no era Togliatti y las hazañas se limitaron a fusilar a unos pocos
párrocos indefensos y a llamar a la sublevación armada a unas poblaciones hartas
de guerra. El fracaso, a la staliniana, tenía que contar con responsables que
cargaran con él como adecuados Cirineos. Así fue. Carrillo ordenó el asesinato
de los presuntos culpables del desastre a manos de sus propios camaradas.
Repetiría esa conducta una y otra vez, infamando a camaradas entregados como
Quiñones o Comorera simplemente para que quedara claro que él no se equivocaba y
que si los resultados no eran los esperados se debía a los traidores
infiltrados. Y, sin embargo, ¿quién sabe? Carrillo y sus seguidores cercanos
eran tan obtusos que, quizá, en lugar de chivos expiatorios de la ambición, las
víctimas sólo fueron las paganas de la roma mentalidad de los comunistas. Así,
nunca se sabrá si Grimau cayó en manos de la policía franquista porque Carrillo
deseaba deshacerse de él o simplemente porque el PCE no daba más de
sí.
Fidel Castro y Ceaucescu |
La invasión de Checoslovaquia por los tanques soviéticos enfrentó a
Carrillo por vez primera con unas bases que no veían bien cómo legitimar una
acción así simplemente porque derivara de las órdenes de Moscú. Apoyándose en
Claudín, antiguo compañero de la guerra, y Semprún, el intelectual del PCE por
eso de que, al menos, sabía idiomas, Carrillo adelantó las líneas maestras de
una cierta renovación ideológica –no mucha– dentro del PCE. Semejante paso no
significaba ni que fuera más flexible ni que tuviera intención de ceder el
poder. En una secuencia extraordinaria de ¡Viva
la clase media!, un José Luis Garci actor ponía de manifiesto cómo todos
los activistas del PCE en España eran, a fin de cuentas, cuatro y el de la
vietnamita, y la famosa huelga general pacífica que derribaría a Franco no
pasaba de ser un delirio basado en el desconocimiento de la España que se
pensaba redimir. Eran como los testigos de Jehová a la espera del fin del mundo,
sólo que ellos esperaban que el paraíso vendría por la acción de unas masas
entregadas al fútbol y a la televisión.
Reunión de disidentes camboyanos |
En un intento de cambiar el rumbo porque era obvio que Franco se iba a
morir en la cama, Claudín y Semprún realizaron un nuevo análisis marxista de lo
que sucedía. Carrillo hizo que los expulsaran del PCE tras una tormentosa
reunión celebrada –y grabada– en el este de Europa, y en la que tuvieron que
escuchar cómo Pasionaria, que sabía leer y escribir lo justito, los calificaba,
a ellos, cabezas pensantes del partido, de "cabezas de chorlito". En adelante,
Carrillo –retratado magníficamente en laAutobiografía
de Federico Sánchez de Semprún– se dedicó a esperar el "hecho
biológico" de la muerte de Franco mientras disfrutaba de la sofisticada
hospitalidad de dictadores como Ceausescu e intentaba que los prosoviéticos como
Ignacio Gallego o Julio Anguita –al que con muy mala baba calificó de "compañero
de viaje"– no le estropearan el festín.
Manifestación libre contraria al comunismo en Vietnam |
De regreso a España, soñó –nunca mejor dicho– con llegar a un "pacto
histórico" con Suárez que le permitiera convertir al PCE en la fuerza hegemónica
de la izquierda. Pero la España de los setenta no era la Italia de los cuarenta.
Estados Unidos decidió que la izquierda fetén no podía ser un PCE que propalaba
un eurocomunismo cocinado
en las zahúrdas del KGB y, a través de Alemania, se dedicó a financiar al PSOE
de un joven abogado sevillano que respondía al nombre clandestino de
Isidoro.
Disidente comunista Soltzsenitzin |
En su intento por lograr lo imposible y además por someter el PCE a su
control stalinista, Carrillo sólo consiguió soliviantar a unos militantes del
interior que, más allá del mito, encontraron totalmente insoportables a los
comunistas regresados. En los años siguientes, aquellos comunistas se pasarían
en masa al PSOE y al nacionalismo catalán –en ocasiones, a ambos–, buscando una
iglesia más sólida y caritativa que la comunista.
Las derrotas electorales –la testarudez de los hechos que decía Lenin–
obligaron a Carrillo a abandonar la Secretaría General de un PCE ya destruido
–¡gracias de parte de todos los demócratas, Santiago!– mucho antes de que se
desplomara el Muro de Berlín. Amagó con regresar al PSOE, insistió en que era
comunista hasta la muerte y, por encima de todo, sufrió la conversión en
espectro sin haber muerto. Ese fantasma, solo o en compañía de personajes
emblemáticos de la izquierda como Leire Pajín, siguió apareciendo como
quejumbroso contertulio de radios y engañador en memorias que, en la época de
ZP, apoyó desde el pacto con los terroristas hasta la ley de memoria histórica,
seguramente soñando con ganar de una vez las mil y una batallas que perdió a lo
largo de su dilatada vida.
Paracuellos |
Al final, como señaló Solzhenitsyn en las páginas de conclusión dePabellón
de cáncer, desapareció de la Historia. Por desgracia, como también señaló
el disidente ruso, lo hizo después de haber causado la desgracia de millares de
personas.
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