Sanidad pública olímpica; por José Manuel Cansino
«La llamada de atención que hizo Boyle al sacar a
escena a la sanidad pública justo cuando su supervivencia está
fuertemente amenazada por la crisis, convive con la demagogia política»
Si no fuese por lo grave del asunto, este artículo
podría recordar a un chiste en el que –pongamos por caso– un británico,
un sueco y un español de comienzos del siglo XIX viajan a través del
tiempo y se dan de bruces con la reciente ceremonia de inauguración de
los Juegos Olímpicos de Londres.
En mitad de su aturdimiento contemplan el espectáculo sobre el que reflexionarán los días posteriores.
Así, ayudados por solícitos intérpretes, se preguntarán por la escena en la que unas señoras uniformadas –enfermeras le aclaran los intérpretes– bailan junto a unas camas de hospital en las que unos niños saltan jubilosamente. Es el homenaje a la sanidad pública que ha querido tributar Danny Boyle, vuelven a aclarar los intérpretes acerca de la escena incluida en el evento por su director.
El británico, el sueco y el español con el rostro demudado en sorpresa se miran y, cada cual en su lengua materna se preguntan, ¿la sanidad qué?
Pública, les aclaran, la sanidad pública. El Estado garantiza la sanidad pública gratuita. Ustedes saben, el Estado del Bienestar, en fin, que si usted enferma, puede acudir a un centro de salud pública y allí le atienden gratuitamente.
La sorpresa ahora es doble. La de los ciudadanos decimonónicos «teletransportados» que no entienden cómo la corona (así se lo han traducido) paga la asistencia sanitaria de todo el mundo, y la de los traductores que no salen de su asombro al contemplar cómo unos tipos se sorprenden ante el hecho cotidiano de que el Estado financie la atención sanitaria.
Charles Wolf aclaraba esta escena en su libro «Mercados o gobiernos. Elegir entre alternativas imperfectas», traducido al español por el Instituto de Estudios Fiscales en 1995.
Wolf explicaba que la demanda de bienes públicos por los ciudadanos tenía un componente diferente de la demanda de bienes privados. La diferencia tal consistía en que los ciudadanos estaban convencidos de que tenían derecho a la asistencia pública, desde la cuna hasta la tumba y que tal derecho era consustancial a su condición de ciudadano.
Sin embargo, no sólo la sanidad sino también la educación pública, la prestación por desempleo o el resto de prestaciones, son aportaciones del siglo XX. El Estado del Bienestar o el estado providencia –los adjetivos nos son inocentes– no ha existido siempre y, por esa razón, cabe preguntarse si durará «eternamente».
Efectivamente y centrándonos en el caso de la sanidad, por ser el caso elegido por Danny Boyle para «su» ceremonia de inauguración, sólo se implantó en el Reino Unido tras el impulso del Informe Beveridge presentado en 1942.
En el caso de Suecia, el origen del Estado del Bienestar se retrotrae a 1918 con la nueva Ley de los Pobres. Finalmente, en el caso de España, la Seguridad Social (sobre la que se desarrolló nuestro actual Sistema Nacional de Salud) arranca sustancialmente en 1938 con el Fuero del Trabajo y continúa en 1963 con la Ley de Bases de la Seguridad Social.
Además, no sólo la sanidad pública universal es una herencia del siglo XX sino que es ideológicamente de origen muy variopinto. Así, en el caso británico, las aportaciones previas del conservador Benjamín Disraeli resultan cruciales para entender cómo se llega al Informe Beveridge. En Suecia, la aludida ley de 1918 fue aprobada por un Gobierno de coalición entre liberales y socialdemócratas.
Por último, la Seguridad Social española hay que atribuirla al sector falangista de Régimen franquista, destacando las figuras de los ministros Pedro González Bueno y José Antonio Girón.
Un relato similar hubiéramos podido hacer si los ciudadanos decimonónicos «teletransportados» a la Londres olímpica, fuesen franceses, antiguos prusianos (hoy alemanes), italianos o irlandeses.
La llamada de atención que hizo Danny Boyle al sacar a escena olímpica a la sanidad pública justo cuando su supervivencia está fuertemente amenazada por la crisis económica, convive con la demagogia política con la que demasiados políticos se exhiben ante su electorado conscientes de que –como decía Wolf– este entiende que la sanidad pública es consustancial a su condición de ciudadanos.
La sanidad o el conjunto de prestaciones del Estado del Bienestar (terminología anglosajona) o providencia (terminología francesa), como toda obra humana es perecedera. Es cierto que el envejecimiento de la población europea la hace financieramente difícil de sostener. Pero, no es menos cierto, que en el momento de su origen, la II Guerra Mundial se había llevado por delante a millones de ciudadanos en edad laboral y con ellos, reducido la tasa de natalidad de los años venideros.
Sorprende que nadie hable de favorecer la natalidad como política crucial de cualquier país. Quizá porque olvidemos –como dice Wolf– que este «derecho», como cualquier otro, hay que pagarlo y bien gestionarlo si queremos mantenerlo.
En mitad de su aturdimiento contemplan el espectáculo sobre el que reflexionarán los días posteriores.
Así, ayudados por solícitos intérpretes, se preguntarán por la escena en la que unas señoras uniformadas –enfermeras le aclaran los intérpretes– bailan junto a unas camas de hospital en las que unos niños saltan jubilosamente. Es el homenaje a la sanidad pública que ha querido tributar Danny Boyle, vuelven a aclarar los intérpretes acerca de la escena incluida en el evento por su director.
El británico, el sueco y el español con el rostro demudado en sorpresa se miran y, cada cual en su lengua materna se preguntan, ¿la sanidad qué?
Pública, les aclaran, la sanidad pública. El Estado garantiza la sanidad pública gratuita. Ustedes saben, el Estado del Bienestar, en fin, que si usted enferma, puede acudir a un centro de salud pública y allí le atienden gratuitamente.
La sorpresa ahora es doble. La de los ciudadanos decimonónicos «teletransportados» que no entienden cómo la corona (así se lo han traducido) paga la asistencia sanitaria de todo el mundo, y la de los traductores que no salen de su asombro al contemplar cómo unos tipos se sorprenden ante el hecho cotidiano de que el Estado financie la atención sanitaria.
Charles Wolf aclaraba esta escena en su libro «Mercados o gobiernos. Elegir entre alternativas imperfectas», traducido al español por el Instituto de Estudios Fiscales en 1995.
Wolf explicaba que la demanda de bienes públicos por los ciudadanos tenía un componente diferente de la demanda de bienes privados. La diferencia tal consistía en que los ciudadanos estaban convencidos de que tenían derecho a la asistencia pública, desde la cuna hasta la tumba y que tal derecho era consustancial a su condición de ciudadano.
Sin embargo, no sólo la sanidad sino también la educación pública, la prestación por desempleo o el resto de prestaciones, son aportaciones del siglo XX. El Estado del Bienestar o el estado providencia –los adjetivos nos son inocentes– no ha existido siempre y, por esa razón, cabe preguntarse si durará «eternamente».
Efectivamente y centrándonos en el caso de la sanidad, por ser el caso elegido por Danny Boyle para «su» ceremonia de inauguración, sólo se implantó en el Reino Unido tras el impulso del Informe Beveridge presentado en 1942.
En el caso de Suecia, el origen del Estado del Bienestar se retrotrae a 1918 con la nueva Ley de los Pobres. Finalmente, en el caso de España, la Seguridad Social (sobre la que se desarrolló nuestro actual Sistema Nacional de Salud) arranca sustancialmente en 1938 con el Fuero del Trabajo y continúa en 1963 con la Ley de Bases de la Seguridad Social.
Además, no sólo la sanidad pública universal es una herencia del siglo XX sino que es ideológicamente de origen muy variopinto. Así, en el caso británico, las aportaciones previas del conservador Benjamín Disraeli resultan cruciales para entender cómo se llega al Informe Beveridge. En Suecia, la aludida ley de 1918 fue aprobada por un Gobierno de coalición entre liberales y socialdemócratas.
Por último, la Seguridad Social española hay que atribuirla al sector falangista de Régimen franquista, destacando las figuras de los ministros Pedro González Bueno y José Antonio Girón.
Un relato similar hubiéramos podido hacer si los ciudadanos decimonónicos «teletransportados» a la Londres olímpica, fuesen franceses, antiguos prusianos (hoy alemanes), italianos o irlandeses.
La llamada de atención que hizo Danny Boyle al sacar a escena olímpica a la sanidad pública justo cuando su supervivencia está fuertemente amenazada por la crisis económica, convive con la demagogia política con la que demasiados políticos se exhiben ante su electorado conscientes de que –como decía Wolf– este entiende que la sanidad pública es consustancial a su condición de ciudadanos.
La sanidad o el conjunto de prestaciones del Estado del Bienestar (terminología anglosajona) o providencia (terminología francesa), como toda obra humana es perecedera. Es cierto que el envejecimiento de la población europea la hace financieramente difícil de sostener. Pero, no es menos cierto, que en el momento de su origen, la II Guerra Mundial se había llevado por delante a millones de ciudadanos en edad laboral y con ellos, reducido la tasa de natalidad de los años venideros.
Sorprende que nadie hable de favorecer la natalidad como política crucial de cualquier país. Quizá porque olvidemos –como dice Wolf– que este «derecho», como cualquier otro, hay que pagarlo y bien gestionarlo si queremos mantenerlo.
José Manuel Cansino
Profesor titular de Economía de la Universidad de Sevilla
Profesor titular de Economía de la Universidad de Sevilla
No hay comentarios:
Publicar un comentario