Corría el año 2006 cuando en el transcurso de
una mesa redonda sobre la Ley para la Recuperación de la Memoria Histórica,
incluida en el programa de la X Universidad de Verano de la Fundación José
Antonio, tuve que defender la figura del arabista Emilio González Ferrín de los
ataques de un participante que le denostaba por poner en duda las interpretaciones
historiográficas más extendidas sobre la conquista islámica de la Península
Ibérica.
Como manifesté en aquella ocasión, González
Ferrín, con quien había compartido un apasionante viaje a Marruecos al que he
rendido reciente homenaje en mi novela Once
nombres de mujer, no tenía otra culpa que la de suscribir la tesis
enunciada por Ignacio Olagüe en su obra La
Revolución islámica en Occidente.
Cabe recordar que Ignacio Olagüe (1903-1974),
intelectual próximo al nacionalsindicalismo de primera hora, lanzó a fines de
los años sesenta del siglo pasado una revolucionaria tesis por la que la
invasión musulmana de la Península Ibérica en la Alta Edad Media no fue tal,
sino un proceso combinado de aculturación y emigración, en el marco de la
descomposición de la monarquía visigoda, desgarrada ideológicamente por la
lucha entre un catolicismo trinitario y un arrianismo unitario que serviría de
puente para la islamización de la población peninsular.
En aquella mesa redonda, nunca imaginé que
casi ocho años después sufriría en mis propias carnes públicas
descalificaciones por el mismo “pecado” cometido por González Ferrín.
Descalificaciones que han llegado a mis oídos
gracias a una llamada del arqueólogo Luis Iglesias, que me puso sobre aviso de
las durísimas páginas que me dedica el profesor de Historia Medieval de la
Universidad de Huelva Alejandro García Sanjuán, en su estudio La conquista islámica de la Península
Ibérica y la tergiversación del pasado.
El profesor García Sanjuán, a quien conocí
personalmente cuando ambos éramos unos simples becarios de un extinto plan de
formación del personal bibliotecario de la Universidad de Sevilla, se permite
en su obra mi pública crucifixión, atribuyendo indebidamente una serie de propósitos
a una reseña literaria que publiqué en la lejana fecha de enero de 2005 en la
prestigiosa revista de fomento de la lectura Mercurio: Panorama de libros en Andalucía.
En las páginas de su ensayo, el profesor
García Sanjuán, que en un colosal ejercicio de desmemoria afirma ignorar mi
perfil profesional, me sitúa entre los partidarios del “negacionismo”
propugnado por Olagüe, proclama con jactancia no haber leído una sola de mis
publicaciones, me describe como “aficionado e indocumentado” y me acusa de
ocultar la ideología política de Ernesto Giménez Caballero y Ramiro Ledesma
Ramos, amigos de juventud de Ignacio Olagüe y a los que me refiero, según sus
palabras, “con deleite”.
Debo decir, en honor a la verdad, que contrariamente
a lo afirmado por García Sanjuán, jamás he hecho mía la tesis de Ignacio
Olagüe, sobre cuya veracidad estoy lejos de poder opinar con rigor al no ser
especialista en el período medieval. Debo aclarar al profesor García Sanjuán que
la reseña que le ha servido para lucirse
a mi costa fue un encargo profesional para la promoción del libro de Olagüe, por
lo que mis elogios al mismo, de los que no me desdigo en una sola coma por
cierto, estuvieron siempre condicionados
por dicha finalidad, sin que hubiera por mi parte la menor intención de
inmiscuirme en una polémica historiográfica propia de medievalistas.
No me gustaría cerrar este escrito sin informar
al desmemoriado García Sanjuán que, contrariamente a la supuesta condición de
aficionado e indocumentado que me atribuye, soy autor de diversos artículos de
investigación sobre los períodos de la Dictadura de Primo de Rivera y la
Segunda República, al alcance de cualquier especialista en dichas materias. En
uno de ellos me refiero precisamente a Ledesma Ramos y Giménez Caballero, cuya
ideología política es tan conocida que es irrisorio pensar que haya pretendido
ocultarla y de quienes, efectivamente, escribo con deleite, ya que son
personajes de una talla intelectual que ya quisieran para sí algunos investigadores
universitarios de nuestros días que dedican parte de sus tesis a elucubraciones
carentes del menor sentido.
Antonio Brea
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