Romualdo Maestre
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El chamarilero sabe que si compra una biblioteca, antes de llevársela al almacén, me gusta echarle un vistazo. Por eso es una alegría cuando llama y aparca su furgoneta blanca delante de mi casa. Fue un flechazo. La mitad de los volúmenes estaba en cajas, los otros esparcidos entre cientos de otros libros apilados de mala manera entre las cuatro paredes de hojalata del vehículo. Allí estaba la Espasa, la enciclopedia de las enciclopedias en español, la que le hablaba de tú a tú a la Británica. 113 volúmenes y según cálculos realizados por sus editores, más de 175.000 páginas, doscientos millones de palabras, 197.000 ilustraciones en negro, 4.500 láminas en color, cinco millones de citas bibliográficas y 100.000 biografías.
Era la tercera vez que se me presentaba la oportunidad de tener una Espasa. La primera fue en Portugal, ya ni me acuerdo el pueblo donde nos llevaron a un viejo trastero y entre cachivaches estaba una, pero muy antigua a la que le faltaban varios tomos. La segunda ocurrió cuando la casa por excelencia de los libros, viendo el negro futuro de los compendios, sacaba una oferta tentadora para pagarla en cómodos plazos y con el mueble estantería de regalo. No sé por qué no se materializó. Ahora no podía resistirme. Le pregunté cuánto quería y me pidió doscientos euros que se quedaron en 150. Era una cuestión moral, de supervivencia; o apadrinaba yo el denostado macro lexicón o acabaría vendido al peso para pasta de papel. Toda una ofensa para su anterior propietario y para los cientos, quizás miles de personas que hicieron posible este monumento encuadernado desde que se puso en marcha por primera vez hace ya más de un siglo, en 1905.
Ahora le tendré que buscar un sitio, construirme unos anaqueles de madera; no concibo otro material para que los libros descansen, y entretenerme con el pasado. Aquél que dicen que ha muerto, que no tiene futuro, sustituido por la informática. Gozaré pasando las páginas, ojeando y hojeando al albur, señalando con papelitos de colores lo que me interesa, regodeándome en lo obsoleto de la compra, en lo inútil que es querer tener todos los conocimientos al día cuando nos fallan hasta los esenciales. No, nos engañemos, no es un problema del espacio que ocupan los libros, sino el tiempo que les podemos dedicar a ellos y la importancia que tengan en nuestra vida. Lo de menos es el soporte, tradicional o electrónico. Aunque los nostálgicos del papel a veces nos riamos del futuro.
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