«Juan Sierra es ejemplo de vocación poética pura, cuando
tantas otras se deshacen en el torbellino de la gloria inmediata». Así
describe Jacobo Cortines a quien nos dejó cuatro libros de poemas
publicados entre 1934 y 1982. Nació en Sevilla el 20 de diciembre de 1901,
cuando se desperezaba ese siglo XX que nos traería los vientos de la
modernidad en forma de creacionismo o de surrealismo. Vivió con
humildad, con esa sencillez que desprenden las casitas blancas del Barrio León. Se ganó la vida como funcionario de Hacienda después de haber opositado. Como poeta fue fiel a la vanguardia de su época,
y se sumergió en las contradictorias aguas de la metáfora brillante, de
la imagen literaria que se despliega hasta quedarse prácticamente
desconectada de la realidad. Como si fuera esa pintura donde lo
figurativo se adelgaza hasta entrar en contacto con la abstracción. Y
fiel a la tradición poética y emocional de su ciudad, sus versos muestran las raíces métricas de la décima y del soneto dedicados a las Vírgenes y a los Cristos que la recorren durante esos días grandes que, en la poesía de Sierra son los más hondos del calendario sentimental de Sevilla.
Su primer libro apareció poco antes de la guerra incivil:
«María Santísima». Ya había publicado Sierra sus primeros versos en la
revista «Mediodía», ese faro que aún sigue alumbrando la poesía
sevillana a pesar de que haya pasado casi un siglo desde que lo
encendieran poetas como Alejandro Collantes, Rafael Porlán, Eduardo Llosent o Joaquín Romero Murube. En María Santísima, poemario escrito en décimas que siguen la estela neopopularista de la Generación del 27, Sierra se fija en las devociones marianas españolas.
Un tema alejado de la modernidad imperante en aquella Europa de
entreguerras que, en la pluma del poeta sevillano, se eleva hasta
alcanzar la plenitud literaria que tanto se echa en falta cuando los
aficionados hacen algo parecido. La que dedica a la Macarena es
sencillamente escalofriante:
«En vino blanco, en romero, / en la cal de una fachada, /
yo te pienso cuando quiero, / ¡lirio de la madrugada! / Allí en tu
barrio guardada, / (sólo tu barrio te guarde) / brisa que quema y no
arde, / clavel de donde consume / su más secreto perfume / todo el oro
de la tarde».
Poeta de la Semana Santa
Tras la guerra, Sierra se refugia en la Semana Santa para dejarnos un poemario tan hondo como literario, tan sincero como deslumbrante. ¿Quién ha dicho que están reñidos esos adjetivos? «Palma y cáliz de Sevilla» aparece en 1944. En el largo poema dedicado al Cristo del Calvario
consigue aunar eso que buscaba Pedro Salinas, otro poeta de la
claridad: la tradición y la originalidad. Escrito en cuartetos de
alejandrinos blancos, la ausencia de rima convierte la presumible
estrofa de la cuaderna vía en versículos que nos remiten al Lorca más surrealista,
al de «Poeta en Nueva York». La Semana Santa, tan popular, entra en las
esferas de lo gongorino y del surrealismo, de lo más barroco y de lo
más vanguardista. Un verdadero prodigio poético que eriza el alma de
quien lee este pasaje donde se describe el tránsito del Crucificado por
el túmulo de piedra de la Catedral:
«La Catedral vacía. Se regala el silencio / en los grises
pilares de tierra endurecida. / Ningún aliento roza la quietud lisa y
firme / de esta alcoba de piedra donde Dios vela solo. / ¡Oh clausura de
tumba que por la noche sella / toda una calma gótica de músculo
encendido! / Una brisa ligera de vez en cuando agita / este silencio en
polvo flor de cuerpo presente. / Bajo el peso aromado de la púrpura
unida / ha llegado a doblarse una cera que arde. / Algo aguarda la
sombra del hierro subterráneo / donde yacen los muertos con su fina
sonrisa (...)»
Tres años más tarde ve la luz el libro donde Juan Sierra se
aparta de la temática sacra y entra a saco en una pluralidad de asuntos
que convierten el conjunto en una miscelánea poética. En «Claridad sin fecha» (1947) nos
encontramos otra vez con la décima y el soneto, que ahora comparten
espacio con versículos libres que fluyen por las enigmáticas aguas del
surrealismo más atrevido. Como bien señala Octavio Paz, la métrica del
verso medido a golpe de sílaba le cede el paso, durante la revolución de
las vanguardias, al ritmo que marcan las frases, las imágenes, el
contenido del verso. En los romances de este libro, esas metáforas nos
deslumbran con un brillo inesperado cuando el lenguaje intenta describir
el embrujo de una bailaora: «La noche cuelga en las casas / del puerto
banderas negras, / y el gran diamante del faro / abanica las tinieblas».
En otro romance, el dedicado a Candelaria de Triana, Sierra se asoma al misterio que encierra la belleza femenina cuando
trasciende la hermosura más superficial: «¡Quién tuviera esa sortija /
en una tarde de frío / para mirar a su piedra / mi cansancio renegrido! /
Perfumes de contrabando / en rubio aliento macizo / se derramaran
besando / mi garganta y mis oídos». En el poema «La oración del huerto»,
Sierra le pide a la amada lo imposible: «Tráeme amor una claridad sin
fecha». Versos libres, sin más puntuación que la queja: esa claridad sin
fecha es el ansia de la luz que nos libra del tiempo.
Último libro
Ahí se apagó el candil. Sierra dejó de escribir y sus ojos
se abandonaron a la ceguera. Hasta 1982 no daría a la imprenta su último
libro: «Álamo y cedro». Una recopilación de poemas escritos en largos años de silencio. La herida y la cogida de Federico García Lorca. Las letrillas a las Vírgenes. Y un canto fieramente humano
que recompone los cristales rotos de la guerra civil: «Algo se reza
mientras los oídos vigilan escondidos a la muerte / El silencio ha
vuelto del cloroformo / Una soledad de geranios fracasados ya tomó nota
de la venganza / La Cruz Roja vuela entre teléfonos y calles desiertas /
La sirena final anuncia que el día ya ha envejecido / Y nosotros por
esta vez hemos tenido suerte».
Los años habían pasado por el poeta y por la ciudad. En un poema estremecedor titulado «Un corto paseo», Juan Sierra define con versos desmedidos la transformación del mundo, que ya lo cogió viejo:
«Estos espacios residenciales estos bloques enormes de viviendas con
sus pedruscos grises exiliados en sus parterres / son fríos a mi
recuerdo / son extraños a mí / son para los jóvenes no para que yo los
disfrute / Parece que los estoy mancillando con mi presencia / como si
me recreara en los pechos de una tanagra / Yo creo Dios mío que ya ha
llegado irremisiblemente / naturalmente / mi hora de morir / Supongo que
voy muy retrasado con mi muerte». El poeta dejó la ciudad, y el mundo, el 11 de septiembre de 1989. De aquello hace veinticinco años.
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