De izquierda a derecha y en pie, Miguel Hernández, Leopoldo Panero, Luis Rosales,
Antonio Espina, Luis Felipe Vivancos, J.F. Montesinos, Arturo Serrano Plaja, Pablo Neruda
y Juan Panero. Sentados están, Pedro Salinas, María Zambrano, Enrique Díez-Canedo,
Concha Albornoz, Vicente Aleixandre, Delia del Carril y José Bergamín. Gerardo Diego, en el suelo.
En 1969 publicó Luis Rosales en Ediciones Cultura Hispánica El contenido del corazón. Ese libro iba dedicado así: “Hoy como ayer a Leopoldo Panero”, y en el “Prólogo a manera de justificación” insistía Luis: “Publiqué esta versión integramente en el periódico ABC, dedicándola entonces a Leopoldo Panero, que en tantas cosas fue mi ejemplo y en todas mi amigo”. La amistad de ambos poetas fue poco menos que proverbial y estaba comprendida en un círculo más amplio, pero no menos exclusivo, formado por Laín, Maravall, Aranguren, Valverde, Vivanco, Ridruejo, tal vez incluso Zubiaurre y Alfonso Moreno. Puede que esta relación sea inexacta, ya que no hago más que rememorar de referencias. Tan juntos iban siempre esos nombres que un ingenio satírico acuñó para dos de ellos la expresión “Rosanco y Vivales”, me figuro que a raíz de la publicación por ambos de la magna recopilación de la Poesía heroica del Imperio. Hablando de Imperio, al morir en Sevilla el insigne americanista don José Antonio Calderón Quijano, en la gacetilla necrológica aparecida en ABC se enumeró entre sus méritos el de haber suministrado a los diplomáticos Castiella y Areilza la documentación que les permitió escribir al alimón una obra célebre en su día. Esa obra se titulaba Reivindicaciones de España, y junto a ellas resultaban modestitas las pretensiones que Franco antepuso a Hitler en Hendaya como condición para entrar en la guerra. Terminada ésta, coincidió Foxá con sus dos compañeros en el Palacio de Santa Cruz y les dijo:
- Tengo entendido que van a editar ese librito vuestro en formato de sello de Correos… Así os lo podréis tragar con mayor facilidad.
En ese círculo de amigos la trinca que más sonaba era, ya digo, Panero, Vivanco y Rosales, una especie de línea media de la poesía española que sustituía a aquellas legendarias líneas medias de nuestras aficiones deportivas de trasguerra: Gabilondo, Germán y Machín; Celaya, Bertol, Nando; Alconero, Félix, Mateo; Huete, Ipiña y Lecue… Sin embargo, cuando yo llegué a Madrid y empecé a frecuentar el bar del Instituto de Cultura Hispánica y la redacción de Cuadernos Hispanoamericanos, esa línea media quienes la formaban eran Panero, Rosales y Souvirón, José María Souvirón, que volvió de Chile y residía en el colegio mayor Cisneros.
Yo de Panero conocía Escrito a cada instante en aquella colección de “La encina y el mar” ilustrada por José Caballero; había oído recitar, magistralmente por cierto, En las manos de Dios a Carmina Morón, y algo me había llegado de la polémica y los epigramas en torno al Canto personal, carta perdida a Pablo Neruda, respuesta airada a las infamias del Canto general. Con infamias y todo, el Canto general fue un acontecimiento poético en el que el gran poeta Neruda dio lo mejor y lo pero de sí mismo. También carmina Morón recitaba, y cómo, Abraham Jesús Brito, (poeta popular), pero junto a esas estampas entrañables de gente humilde de América, a las etopeyas de sus héroes y a descripciones caudalosas de su naturaleza, había explosiones de mala prosa en verso con insultos de baja ley y peor estilo. Nada de esto podía rebajar la calidad monumental del poema. Me comentaba entonces en Sevilla un becario canario de la Escuela de Estudios Hispanoamericanos que tampoco las pasiones políticas del Dante menoscaban La Divina Comedia.
Leopoldo Panero tuvo el arrojo de recoger el guante y replicar a su antiguo amigo del Caballo verde de la poesía, y escogió para ello la forma clásica de la epístola moral. Yo no puedo decir, aun hoy, que en el Canto personal no haya altibajos; también los hay en el Canto general y no por eso voy a decir de su autor que es, como decía Juan Ramón, un “gran mal poeta” o, como creo que dice Trapiello, un “gran poeta menor". A mí me sobran tanto esos adverbios como la biografía de Neruda, y sigo creyendo que el Canto personal es uno de los grandes monumentos de nuestras letras.
No conozco el prólogo que Ridruejo le puso al Canto personal; sólo sé que, años después, a propósito de no sé qué, me dijo Ridruejo: “Neruda miente”. El caso es que la mayor virtud de ese “gran mal poema” es su mayor defecto, que es la desorganización. Poema de acarreo, cabe muy bien precindir en su lectura de toda la basura política que lo lastra, en tanto que en el de Panero, su misma estructura de tercetos encadenados no permite saltarse los ripios que fuerza la vehemencia polémica, por muy limpios que sean sus motivos. El poema de Neruda es un río tan torrencial y caudaloso que disuelve y disipa toda la basura que en el cauce principal vierten las cloacas de los poblados por los que pasa. En cambio, el de Panero es una construcción arquitectónica en la que a la fuerza se ha de notar la calidad de los materiales y el acierto con que estén colocados. Lo dinámico y amorfo tiene más defensa que lo estático y cristalino.
Tuvo además otra cosa en su contra la ambiciosa epístola de Panero, cual fue la de ser expresión de la filosofía política oficial en lo referente a la Hispanidad, a la que Panero llevaba prestando servicios relevantes. Bastaba que el poema resultara adicto al Régimen para que sólo viéramos en él los ripios y las disonancias, con gran indignación por cierto de Rafael García Serrano, que desde Arriba o desde una de las revistas del S.E.U., salió en su defensa arremetiendo contra los exquisitos que lo criticaban “cogiéndose la pluma con un papel de fumar”. Uno de ellos, Blas de Otero, le dedicaría un epigrama que me llegó por tradición oral: Carta perdida. No creo / que llegara a su destino / llevando tanto “franqueo”. A Blas de Otero, en cambio, no se le tuvieron en cuenta los ripios y prosaísmos abominables en que consistió su obra a partir de En castellano, pues por algo, como era público y notorio, era maníaco-depresivo y miembro del Partido Comunista. Suya es también esta perla: Voy a China, / a ver si me oriento.
Hoy, en una situación política invertida en todas las acepciones del término, cabe leer el Canto personal sin las reservas de antaño, sin los prejuicios y las anteojeras con que, en cualquier época y bajo cualquier régimen, leemos todo aquello que directamente agrada o beneficia al Poder. De este modo cabe comprobar que, si el poema en cuanto tal es un poema frustrado, tiene largas tiradas de tercetos de una inspiración, una solidez, un colorido y una sonoridad inmejorables: Recuerdo que en Colombia hay una espada / enterrada en un pico, en nieve pura, / con trote y esqueleto de nevada. / Recuerdo el Magdalena a larga altura,/ cortando la distancia del planeta / como surca una yunta Extremadura. O bien: Una guerra es un íntimo combate, / y no una voluntad a sangre fría: donde cae Federico, el agua late; / donde cayó un millón, la tierra es mía. / Unos caen, otros quedan, nadie dura; / y tan sólo el Alcázar no caía. Cito estas estrofas porque constituyen el arranque de tiradas que tratan respectivamente de la naturaleza y de la historia; en las que el poema remonta el vuelo épico en alas de lo descriptivo y lo narrativo. Evocan además algo que entonces escocía mucho y sigue escociendo al antifascismo monomaníaco: la gesta del Alcázar de Toledo.
Hay obras literarias cuyo mayor acierto está en el título. Tal ocurrió en aquellos mismos años con El Jarama, excelente “ejercicio de redacción”, como decía Ignacio Aldecoa, pero cuyo título evocaba una de las más gloriosas derrotas del bando que en Toledo sufrió uno de sus fracasos más bochornosos. Pero eso no bastaba. Cuando, a mediados de los años 70, se cumplió la profecía de Ganivet y España fue por fin pasto de los puercos, se trató de infligir a la memoria de Leopoldo Panero la afrenta póstuma - en la que creo que hubo reincidencia - de una película infame en la que se utilizaron los despojos de una familia deshecha y desmoralizada. Eran tiempos de asalto a la familia y al paterfamilias. Llamarle entonces a uno “paternalista” equivalía a llamarle “corporativista” o “fascista”, insultos muy eficaces con que la hez de la nación le comió la moral a más de un pusilánime. Recuerdo haberme salido en el entreacto de una plúmbea comedia de un autor de moda que tenía que ver con pájaros, en la que la actriz largaba interminables cursilerías sobre el tiránico padre difunto que tenía enjaulados a los pájaros. Por aquel entonces, la hija de Alberti, que tenía algunas desavenencias con su padre, tuvo el mal gusto de dirigirle una carta abierta en la que, con pedante fraseología de freudiana bonaerense, llegaba nada menos que a compararlo con Franco. “Matar al padre” era la consigna, o por lo menos ponerlo en la picota. Yo reaccioné con un poema titulado El desencanto de Leopoldo Panero en el que quise desagraviar a alguien que fue para mí, como para Luis Rosales, “en tantas cosas mi ejemplo y en todas mi amigo”.
Aquilino Duque 13 de Junio de 1995, El Correo de Andalucía, sección La Mirada.
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