martes, 4 de mayo de 2010

ROJO Y NEGRO



Juan Manuel de Prada (ABCD las artes y las letras, 1/7 Mayo 2010)

Entre las más tempranas películas que se ruedan sobre la Guerra Civil merece destacarse, por sus peculiaridades estéticas y su insólito tratamiento, Rojo y negro (1942), la más específicamente falangista y también la más apartada del modelo impuesto por Raza. Donde el arquetipo cinematográfico establecido por la obra de Sáenz de Heredia exalta -a imitación de la novela original de Franco- los valores castrenses, Rojo y negro prefiere retratar las angustias de la retaguardia y fijarse en el trasfondo ideológico del conflicto; donde el arquetipo establecido por Raza esquiva cualquier rasgo «comprensivo» hacia el enemigo, Rojo y negro exhibe una audacia temeraria, proponiendo la figura de un comunista íntegro a quien los desmanes perpetrados por sus conmilitones obligarán a renegar de su ideología. Tales rasgos de osadía decretaron para Rojo y negro un destino poco benigno: estrenada en mayo de 1942, el régimen franquista ordenó su retirada cuando apenas llevaba un par de semanas en cartel; y, misteriosamente, todas sus copias desaparecieron sin dejar ni rastro, hasta que en 1994 la Filmoteca Española lograra de chiripa recuperar una, permitiendo así el rescate de una de las obras más conflictivas y apasionantes del cine español.
Vorágine de crueldad. Como tal vez el lector avisado haya inferido, la incomodidad que Rojo y negro provocó en el régimen debe explicarse a la luz de los acontecimientos sucedidos durante aquel verano del 42, en el que Serrano Súñer cesa en su puesto como todopoderoso Ministro de Exteriores; el mismo verano en que las tesis aliadófilas empiezan a triunfar en el gabinete franquista y la Falange pierde el control de la propaganda y la preeminencia política. Y es que Rojo y negro es, como decíamos al comienzo, una película muy militantemente falangista desde su mismo título, en la que, junto a la sátira de la democracia liberal y la condena del comunismo, no falta tampoco la execración del capitalismo. Su director, Carlos Arévalo, que ya había mostrado un año antes su pericia con ¡Harka!, una película de ambiente colonial, se atreve a plantear en Rojo y negro un conflicto amoroso que pone a prueba las resistencias timoratas de la época: Luisa (una Conchita Montenegro que borda su papel) es una joven falangista que, en el Madrid de las checas tan brillantemente evocado por Agustín de Foxá, realiza labores clandestinas para la «quinta columna»; su novio, Miguel (Ismael Merlo), es un comunista ardoroso cuya ingenuidad no tardará en ser pisoteada por la vorágine de crueldad que se desata en aquellas jornadas aciagas.
Si el planteamiento de la historia -resuelta de la forma más trágica- es de una audacia difícilmente soportable para la época, su realización y estructura narrativa no desdeñan las enseñanzas del cine soviético de propaganda (con Eisenstein a la cabeza, de cuyo Acorazado Potemkin llegan a utilizarse, incluso, algunos planos). Dividida en tres partes, Rojo y negro intercala, a modo de hábil collage alegórico, imágenes de iglesias incendiadas y expoliadas que se alternan con parodias acres del parlamentarismo y sátiras contra el capitalismo y la usura, hasta que -al compás de las primeras notas del Cara al sol, y en claro homenaje a José Antonio-, vemos avanzar con decisión a un hombre con las mangas de la camisa remangadas, que a su paso convoca un magma de adhesiones y saludos a la romana; todo ello mientras, en sobreimpresión, una copa se va colmando de agua, hasta rebosar.
Montaje eisensteniano. Este alarde de montaje eisensteniano se completará luego con otros alardes de tipo técnico, como la secuencia en la que, a través de un travelling panorámico y montada sobre una grúa, la cámara nos ofrece una visión de la checa de Fomento al modo de una colmena -un decorado sin fachada que debió resultar costosísimo para la época-, con mazmorras donde los presos aguardan su destino fatal, salas de interrogatorio y oficinas donde los milicianos discuten acaloradamente las estrategias del terror. Pero donde Rojo y negro alcanza mayor espesor trágico y capacidad de convicción es en la secuencia de la violación de Luisa, narrada mediante una elipsis magistral, y en el desenlace en la pradera de San Isidro, donde mediante un plano largo, abstracto, rodado con una luz mortecina que apenas permite discernir los cadáveres sobre la hierba, Arévalo logra transmitirnos una vívida y desoladora congoja.
En otros pasajes de su trama, la película resulta en cambio un tanto trompicada, como si el cuidado y elaboración de las secuencias mencionadas actuase en detrimento del equilibrio del conjunto. Con la prohibición de Rojo y negro decretada por el régimen, el cine falangista pereció por estrangulamiento, cuando todavía pugnaba por nacer; y Carlos Arévalo nunca más volvería a vislumbrar las cumbres expresivas alcanzadas en esta película, que casi setenta años después sigue siendo tan clandestina y maldita como a las pocas semanas de su estreno.
Rojo y negro
Carlos Arévalo
Protagonizada por Ismael Merlo y Conchita Montenegro
España 1942

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