Tal vez vengan los rojos,
como gritan los demócratas con mando en plaza y tertulieta; pero fueron
ellos quienes los trajeron, aplaudiendo la injusticia social
ANDAN los demócratas con mando en plaza y tertulieta
espantados con el ascenso del gallardo mancebo de la coleta, Pablo
Iglesias; y se desgañitan, aspaventeros: «¡Que vienen los rojos!». Yo
recomendaría a mis lectores que, cada vez que escuchen a alguien ponerse
jeremíaco ante la llegada de los rojos, le aticen un capón en el
colodrillo (o, en su defecto, apaguen la pantalla catódica a través de
la que suelta sus sandeces). Pues estos que ahora plañen ante el avance
del mancebo de la coleta son los mismos que aplaudían cada vez que se
aprobaban leyes laborales que igualaban a los trabajadores españoles con
los de la República Popular China, que es el país más rojo del mundo.
Pero, por lo que se ve, la alarma de los demócratas con mando en plaza y
tertulia sólo se dispara cuando los partidos que se reparten el poder
empiezan a padecer sangría de votos, y no cuando los trabajadores
padecen sangría de sueldos (que es lo que en verdad provoca el ascenso
de los rojos). No hay cosa más hilarante que un demócrata alertándonos
sobre la llegada del comunismo; pues, como nos advertía Agustín de Foxá,
«querer combatir el comunismo con la democracia es como ir a cazar a un
león llevando como perro a una leona preñada de león; pues ella lleva
en su entraña al comunismo».
La democracia española se dedicó a halagar y engolosinar a
los jóvenes y no tan jóvenes, vendiéndoles un estado de bienestar
sempiterno, una inagotable olimpiada de derechos (sobre todo de cintura
para abajo) y universidades de garrafón para todo quisque. Este
sedicente paraíso democrático ya lo había atisbado Jardiel Poncela en el
genial prólogo de La tournée de Dios:
«La humanidad, desatada e impúdica, sin concepto ya del deber,
engreída, soberbia y fatua, llena de altiveces, dispuesta a no
resignarse, frívola y frenética, olvidada de la serenidad y la
sencillez, ambiciosa y triste, reclamándole a la vida mucho más de lo
que la vida puede dar (
), corre enloquecida hacia la definitiva
bancarrota». Y la bancarrota tenía que llegar, tarde o temprano: el
estado de bienestar se reveló a la postre lleno de aire, como esas
tripas que entonan borborigmos; los derechos de cintura para abajo
acabaron en pajilla low cost
ante la pantalla del ordenata; y el valor de los títulos universitarios
se igualó con el del papel higiénico. Y, claro, los jóvenes y no tan
jóvenes a los que se había pretendido halagar y engolosinar se pillaron
un cabreo de órdago; pues no en vano previamente habían sido
esclavizados por los materialismos más tristes y envilecedores.
Pero cuando conviertes a un hombre en un animal, lo más
lógico es que luego él solito se torne alimaña. Para salir de la
bancarrota, nuestros gobernantes antepusieron el salvamento de la
plutocracia a la justicia social; donde volvió a demostrarse, como nos
enseñase Castellani, que todas las libertades no son sino engañabobos
para distraer la atención de los incautos de la libertad omnímoda del
dinero para multiplicarse y llenar los bolsillos de unos pocos. Esos
jóvenes y no tan jóvenes, víctimas de engaños e injusticias sociales,
sedientos de venganza y deseosos de encontrar culpables se toparon
entonces con el mancebo de la coleta, que no hizo sino dar expresión
política a su ira.
Tal vez vengan los rojos, como gritan, desgañitados, los
demócratas con mando en plazo y tertulieta; pero fueron ellos quienes
los trajeron, aplaudiendo la injusticia social
¡y hasta utilizando como
sparring en sus saraos
televisivos al mancebo de la coleta, que luego les salió respondón! Sólo
resta preguntarnos si existe algún otro modo de combatir la injusticia
social que no sea el comunismo y su metodología del odio. Trataremos de
responder a esta pregunta en algún artículo próximo.
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