Once
nombres de mujer.
De Antonio Brea. Ed. Barbarroja.
Por Javier Compás.
Si no conociera
a tantas mujeres inteligentes, levantarme cada mañana sería más duro. La frase
no es de ningún pensador, filósofo o escritor medio famoso, es mía, así que
perdón por la auto cita, que no es más que uno de esos ejercicios rápidos,
ingeniosos y efímeros que ahora se llevan tanto en plan twitter o Facebook. Y
me viene a la mente dicha frase pensando en la novela que Antonio Brea ha
escrito, autor y amigo, por tanto, al que debo de agradecer doblemente su
invitación a presentar su obra, una por confiar en mí como autor y otra por la
amistad con la que me honra desde hace años, más de lo que parecen, parece
mentira, los años que han pasado ya desde que empecé a frecuentar ciertas
reuniones gastronómicas en el restaurante Jabalón, o quizás, debería decir,
ciertas reuniones amistosas donde, en torno a las viandas y vinos facilitadas
por nuestro amigo común Antonio Hoyos, nos dedicábamos a arreglar el mundo o,
al menos, a intentar arreglar España, lamentablemente me temo que hemos
arreglado poco, pero los buenos ratos no nos los quita nadie.
Pero no nos
desviemos del objeto que hoy nos cita aquí, que no es otro que la novela de
Brea, Once nombres de mujer. Y decía yo al principio lo de las mujeres
inteligentes, pero que no se ofenda ninguna feminista al uso, aunque si se
ofenden y nos hacen un striptease pectoral, bienvenido sea, a nadie le amarga
un dulce, aunque venga de esas amargadas ninfas del ultra feminismo aborticida.
Decía que nombraba a las mujeres inteligentes, pero no todas lo son, ya que,
como en el resto de la humanidad, las hay más lerdas que un borrico de aguador,
tontas del culo, estúpidas, monas a secas, guapas más malas y más buenas, y un
largo etcétera, que de todo hay en la viña de Eva. Pues esas mujeres, más
listas y más tontas, más guapas y más feas, han jalonado la vida de cualquier
vecino que se precie, al menos a mí me ha ocurrido. Aquellas niñas en flor del
barrio o del veraneo pre adolescente, los primeros y torpes besos, los roces
buscados en el agua, en la butaca del cine de verano, los juegos de inocente
sensualidad; aquellas niñas de faldas de cuadros escoceses y calcetines caídos
que nos cruzábamos al salir cada cual de su colegio. Y la universidad, ese
paraíso multicolor, donde teníamos nuestro ranking de facultades, ah! aquellas
chicas de Farmacia, las pijas de Derecho, por cierto, recuerdo a una borrega
hoy famosa, llamada Mercedes, martillo de ERES y presidentes de fútbol mafiosos,
o las queridas compañeras de mi entrañable Facultad de Historia, con ese estilo
hippy-obrero que anunciaba el perro flautismo de hogaño. Luego ya vinieron
palabras mayores, la calle, los bares de copas, la movida de los ochenta, en
fin, antes de que mi querido Antonio salte como Umbral gritando ¡aquí hemos
venido a hablar de mi libro!, retomaré el hilo de su obra, que es de lo que se
trata, aunque, como diría un guión manido de película de juicios americana,
demostraré señoría que mis argumentos vienen a cuento. Porque resulta que Once nombres
de mujer es la historia de un hombre, Julio, donde esta alineación, que no es
ningún equipo de fútbol, suponen los hitos de su deambular desde esa pubertad
descubridora, hasta su, digamos entre comillas, madurez. Mujeres que recuerdan
el despertar del joven al sexo, al amor, a los desengaños, a los ligues
frustrados, pero también, paralelamente, a los acontecimientos de una España
que se despertó un día democrática, con decenas de siglas de partidos, con el
mundial del 82, con la visita del Papá.
Julio se mira en
su hermano mayor, militante de ultra derecha, a través de él, de sus amigos, de
las mujeres con las que trata, irá descubriendo la vida, con su banda sonora, a
ritmo de ska, con vespas y lambrettas de los mods, Quadrofenia, con la música
londinense como telón de fondo del provincianismo de unos chicos sevillanos que
pasan del colegio al instituto, que ven como corre la vida ante sus ojos.
Brea, a través
de la vida de Julio, va pintando un cuadro de eso que se ha dado en llamar el
mundillo patriótico, donde se confunden, para desgracia de todos ellos,
añorantes del franquismo, con neo nazis, skins y falangistas, estos, los más
perjudicados por ese totum revolutum de siglas y tendencias, arrastrados, como
les ocurrió a sus mayores en el 36, por la corneta de la salvación de España,
pero siendo ahora, en la llamada Transición, una triste mueca de las glorias y
los sacrificios de antaño.
La vida, las
mujeres, la política y, como no, la edad, van desengañando a nuestro
protagonista. Brea, por el camino, aprovecha también para que los vaivenes de
la política educacional de nuestro país se lleve lo suyo, el deterioro de la
enseñanza y el hastío del profesor que tiene que dedicar más tiempo a mantener
el orden que a enseñar. Julio se va aburguesando, agarrándose al voto útil
incluso, de desengaño en desengaño, sobreviviendo.
¿Es una novela
pesimista?, quizás, que juzgue el lector. Sí es una novela entretenida, fácil
de leer, con más fondo del que aparentemente podrían hacer pensar las
escaramuzas amorosas que se suceden, ya lo dije, meros hitos que van marcando
las fases de la historia. Ágil, preñada de diálogos naturales, nada rebuscados,
con los que se pueden identificar cualquiera de los jóvenes, y no tan jóvenes,
que acierten a transitar por sus páginas.
Otra
advertencia, no es una novela militante, bien es verdad que los personajes
principales se mueven en cierto entorno político, pero el autor no se
pronuncia, de hecho hay más de un miserable en las filas patriotas, quizás como
un “yo acuso” de los males que aquejan a un sector socio político huérfano de
proyectos viables, de sentido común, de velas desplegadas al futuro libres de
las amarras nostálgicas y necrofílicas de un pasado demasiado abrumador.
Nos quedamos con
ganas de más, pero la vida es así, pasan las mujeres que, en su momento
marcaron nuestro presente, que, en nuestra romántica e ingenua eterna mente de
niños enamoradizos, pensábamos que nos moriríamos si nos dejaban, pero pasan,
todas pasan, se van como han llegado y, mientras encendemos melodramáticamente
un cigarrillo y nos marchamos cabizbajos por la calle, mejor si llueve, si hace
algo de viento y nos subimos las solapas del abrigo, somos capaces de
enamorarnos de nuevo en la parada del autobús, en la caja de una tienda o,
simplemente, aspirando el aroma de una chica que se cruza en nuestro camino. No
amamos a una mujer, amamos a las mujeres, a una mujer formada por los trozos
rotos de cada amor que se derramó en las cunetas de nuestro camino.
Como el amor a
España, confuso, indefinido, atávico, que nos hace peregrinar de una ilusión en
otra, esperando el tren definitivo que nos devuelva a la estación de la gloria
y del imperio que, no nos engañemos, nunca existió en realidad.
Antonio Brea nos
ha hecho volver al colegio, nos ha trasladado al instituto, donde, después de
años de convivir en clase solo con chicos, nos creímos, entre el temor y la
ansiedad, en el paraíso de la vida adulta, nada más lejos de la realidad, ni
siquiera la facultad, los mejores años de nuestra vida, me lo dijo un catedrático
de historia medieval y tenía razón, fueron más que una prolongación del útero
materno, cálido, protegidos por un cuerpo de mujer. Fuera, la vida real, el
trabajo, el pan con el sudor de la frente y la vida tramposa y mentirosa de los
adultos, cuando los engaños empiezan a doler de verdad y cuando los errores se
pagan con dolor.
Pero también hay
alegría de vivir, copas, música, fiestas y viajes, el despertar a un mundo
nuevo donde estamos solos, pero esa sensación de soledad es libertad, libertad
para elegir nuestro propio camino. Que verdad es que para hablar del mundo lo
mejor es centrarnos en nuestro entorno
más inmediato, Brea lo hace y, con las pequeñas historias cotidianas de cada
cual nos habla de las verdades de ese mundo.
Nos perdemos con
Julio por las Siete Revueltas, metáfora del laberinto de la vida, de la
amistad, del amor, de la familia, de esas mujeres que con sus amores y con sus
desengaños nos enseñaron a ser mejores personas, nos enseñaron a vivir, gracias
a ellas, a las once, a todas las que nos han hecho un poco más felices en este
valle de lágrimas.
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