A
ella, que me ha dado tanto, tantas cosas (sobre todo la vida, pero además, un
apellido difícil de transcribir e incluso, generosamente, sus mejores secretos
en el sutil arte de la cocina.)
En Andalucía el mes de agosto
es la canícula; el viento de África que se cuela por el Estrecho, el aire caliente del levante que levanta la
tierra y que seca los barbechos. Durante el día el cielo amenaza, es
implacable. Pero al atardecer se torna próximo, parece más acogedor, el cielo
que protege de Bowles. Para entonces suceden acontecimientos extraños. Entonces
—sé que no deja de ser una impresión— parece como si el firmamento, hasta
entonces ignorado y lejano, se situase de pronto más cerca de nosotros. La
noches ahora son más claras, y parece que las estrellas titilan de otro modo,
más limpias y brillantes. Es entonces también cuando una fuerza misteriosa e
infalible, o no sé qué ocultas leyes cósmicas, hace que algunos de estos astros
eternos que habitan el universo, o miles de sus partículas, comiencen a
desprenderse del cielo y vuelen en la lejanía con un fulgor poderoso, como si
unas gotas blancas surgieran desde la bóveda celeste, como si el cielo, el
universo entero, desparramara sobre el infinito un llanto luminoso y triste.
Por eso desde siempre, al menos en el Sur, la tradición, o el pueblo —una y
otra cosa vienen a ser aquí lo mismo—, pondría nombre a aquel suceso extraño e
insondable nombrándolo como las lágrimas de San Lorenzo, como
si fuese el mismo santo el que se hiciese notar de este modo, enseñando su
dolor, cuando llegaba la ineludible cita del día diez.
Cuando era pequeño, tendría
ocho años o así, el verano se convertía en el mejor refugio para mis sueños y
aventuras. Pero también llegaba el tedio, inevitable, y entonces no sé que
oscuros pensamientos, seguramente fruto del ocio y de la holganza, me llevaban
a sospechar que algo misterioso tenía que ocurrir cuando se acercaba el día
diez de aquel mes. Yo también creía sentir esa sensación de proximidad del
cielo, como si el mismo universo fuese una neblina densa y acogedora que me
envolviera al anochecer. Y creo recordar que durante aquellos días calurosos
—aquí abajo aún más calurosos— andaba callado y serio, entregado a reflexiones
que ahora se me figuran demasiado graves y profundas para esa edad. Ahora,
cuando recuerdo todo esto, pienso que toda aquella turbación y aquel silencio
tendría que obedecer al secreto influjo del firmamento, que por San Lorenzo
aprisionaba la tierra, dejando caer, después de ese abrazo suave, ese llanto
inmenso que fluía en forma de nubes, de luces o de estrellas que parecían
incendiar la eternidad.
Hay cosas que no se olvidan
nunca. Como aquel misterio de las estrellas que todavía me sobrecoge, como
aquellos veranos interminables, esas vacaciones de la infancia en la ciudad
calurosa que a pesar de su aparente desorden también tenían sus normas y sus
horarios. Por las mañanas marchábamos los niños a la piscina que había junto al
río—la playa verde y apócrifa de nuestros veraneos urbanos—, la mañana entera
desfogándonos entre juegos, carreras y zambullidas en ese mar de pega. Después, el regreso al mediodía a
través del barrio, a esa hora un territorio desolado y desierto, cobijándonos
en nuestra marcha bajo la sombra fresca de los edificios, y aún así,
perseguidos por el aire tórrido y alquitranado que exhalaba el asfalto. Y
luego, la casa fresca al llegar, las persianas echadas desde primera hora, una
suave penumbra que inundaba aquel espacio y lo preservaba del calor. Todo
parecía descansar en un silencio clamoroso y solemne.
El ajetreo de mi madre durante esa
mañana debería de habernos hecho sospechar que algo especial habría de ocurrir
cuando mi hermana y yo regresáramos de la piscina. No obstante, a nuestra
llegada nos sorprendió la mesa, que ese día se hallaba dispuesta de otro modo,
otro mantel, otra vajilla, como cuando las fiestas de Navidad. No tardaríamos
en saber de qué se trataba: nos disponíamos a celebrar la nostalgia de una
fiesta que nos parecía muy lejana, y, por eso mismo, suficientemente atractiva
y misteriosa. Ese día, así había sido el año pasado, y también el anterior y el
otro, y así hasta dónde éramos capaces de recordar, nuestra madre pondría sobre
la mesa la cazuela de pollo al chilindrón, un manjar insustituible, casi
sagrado, un sabor y un aroma que todavía me resultan inconfundibles; y después,
el postre más apetecible y exótico que nos cabía imaginar, el melocotón
macerado en vino. Lo del vino —el clarete que yo había bajado a comprar esa
mañana al Bar Rocío— nos gustaba especialmente, tenía su rito y también su
morbosidad, sobre todo por lo que suponía de pequeña transgresión a las normas
establecidas.
Tras esta pequeña celebración, en
realidad un breve y aislado recuerdo familiar a un acontecimiento entrañable
que estaba teniendo lugar a muchos kilómetros de distancia, nuestros padres nos
mandaban a la penumbra de la siesta fastidiosa. Mientras marchábamos a nuestras
habitaciones, quejosos y remolones como siempre, ya sabíamos que nuestra madre
se entregaría un año más, en esa dulce duermevela del cuartito de estar, al
recuerdo de muchas cosas y de muchos tiempos.
Y entonces yo, al poco, salía de mi
dormitorio escapándome de la siesta, que ese día tampoco dormiría, para asistir
de nuevo a la magia y al ensueño que a esa hora temprana de la tarde le venía a
nuestra madre. Llegaba hasta el cuarto de estar, furtivo y silencioso como sólo
saben serlo los niños en trance de aventuras, abriendo levemente la puerta para
presenciar este momento único en que a ella se le encendería la mirada con este
revoltijo de recuerdos. Así, a través del brillo de unos ojos ligeramente
tristes, llegué a descubrir una ciudad pequeña y remota por la que me sentía
extrañamente atraído, que en realidad no recordaba demasiado bien, y que ahora
sabía que andaba alegre y festiva.
Vi que sus ojos se volvían más claros y
acuosos, y que la misma mirada se perdía en busca de un recuerdo que de algún
modo la acercase a todo aquello. Y contemplando esta expresión serena y
nostálgica tuve que saber que en la otra punta de España, para mí entonces muy
lejos, había una ciudad que ese día había despertado oliendo a albahaca. Ella
nos lo había contado muchas veces, pero sólo ahora conseguía imaginármela de
pequeña, una niña rubia y escuchimizada, una infancia feliz de gigantes y
cabezudos, la procesión que entra en la Iglesia, los danzantes que dan los
últimos saltos, los que más cuestan, la música dulce que retumba en las viejas
paredes del templo y que arranca las últimas emociones de la mañana. Por su
cabeza pasaría todo eso. Y el abuelo, también el abuelo Sebastián, que ya no
estaba. En ese instante ella lo echaría de menos como nunca hubiese imaginado,
con su risa abierta y sus bromas, y sus paseos por la huerta, y sus partidas de
guiñote, y también su guitarra y su copita de coñac después de comer. Yo sabía
que era esto lo que le tenía que pasar, porque entonces la mirada se le
empañaba del todo y mi madre dejaba escapar unas lágrimas casi imperceptibles,
y lloraba un poquito, como el cielo haría después por la noche. El cielo o san
Lorenzo, a lo mejor san Lorenzo; a lo mejor es el santo el que llora. Nunca lo
sabremos.
José Manuel Sánchez del Águila Ballabriga
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