No ha bastado su poesía, buena pero cincelada en mármol y por ello yerta con frecuencia, ni su excelente prosa. En España, para que te conmemoren has de ser de izquierdas: si desgobierna el PSOE, por sacar en andas a los propios y, sobre todo, quienes lo rebasan por la siniestra; si el PP, por tácito reconocimiento de inferioridad (las derechas suelen pensar más con la panza que con la inteligencia). El caso es que su centenario ha sido genuinamente español: con más pena que gloria.
Prístino
falangista, uno de los que arrimaron sílabas al himno más cantado en España
durante décadas –no había tu tía–, Ridruejo estuvo siempre donde creía que
debía estar, primero con esa figura sugestiva, José Antonio, y después contra
Franco y su “acompañamiento coreográfico de nuestras camisas azules” (el
primero dixit). A él no se le impuso
una condena a muerte como a Hedilla (conmutada), pero sí el destierro, cosa
también muy española desde el Cid a Unamuno.
Una
vez comí con García Berlanga: antes de saber que era librero y solicitarme
ávida noticia de títulos sobre erotismo, una chispa como de hoguera antigua le
saltó a los ojos al recordar sin remordimiento su paso por la División Azul, en
la que conmilitó con Ridruejo. También aquel se sintió seducir una temporada por
José Antonio, la encarnación española del fascismo y su inmediata superación.
Los escritos del joven Primo de Rivera de 1935 (cuando lo conoció Ridruejo) y
1936 (luego ya no pudo evolucionar más, como muchos otros) lo acercan aunque
con un fondo y puesta en escena bien distintos –eran los años treinta– a la
idea que en los sesenta defendió Ridruejo: una suerte de democracia social.
Creía este que los españoles
podían entenderse en un país más digno y justo. Y, traductor de El quadern gris de Pla, siempre
favoreció el entendimiento del resto de España con Cataluña. Los mezquinos, los
bobos le impidieron difundir cuando la toma de Barcelona octavillas en catalán
como pretendía.
Hoy, en el Ateneo, Aquilino Duque
disertará sobre Ridruejo, el escritor y el ejemplo de una forma de política no
consistente en medrar sino en marchar por un ideal a Rusia o, purgado luego por
nuestro Stalin menor, el Caudillo vitalicio, a la Siberia benigna de la serranía
de Ronda. Allí, pienso, tendría presente al inmortal sordo de Fuendetodos, no
por las corridas goyescas –posteriores–, sino por el recuerdo de esos
compatriotas que en el cuadro famoso se atizan, obedientes en el lienzo al
descalabro perpetuo de nuestra piel de toro.
(El Mundo, edición de Sevilla, 9-11-12)
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