Manuel Martín Ferrand. ABC
En España ningún tiempo pasado fue mejor, pero quizá fueron mejores quienes nos precedieron.
A diario, con recalcitrante crueldad, media España se dedica a machacar a la otra media. O, cuando menos, a ignorarla. Eso que nos perdemos las dos. Tan negativa circunstancia tiende a su límite cuando se trata de escritores y periodistas que, durante la Guerra Civil, o después de ella, personificaron la esencia de los dos bandos. Algunos, como el magistral Manuel Chaves Nogales, consiguió ser denostado por la izquierda y la derecha simultáneamente; pero lo común era el desprecio y, de esa manera, unos por «rojos» y otros por «fascistas» pasaron a la noche del olvido. Es sorprendente, aquí y ahora, la ignorancia que tienen los menores de sesenta años sobre las grandes plumas beligerantes en los treinta y los cuarenta. Ninguna de las dos negras formas de hemiplejía nacional ha querido, o sabido, valorar a la otra.
La Falange y su entorno supo germinar grandes escritores, desde Agustín de Foxá a Eugenio D'Ors, cuyos nombres siguen proscritos. Pocos, como César González Ruano consiguieron superar los estigmas de su clasificación previa gracias a su perseverancia productiva. González Ruano murió en diciembre de 1965 y el día de su muerte apareció aquí, en ABC, su último artículo, en el que nos enseñó que «morir no es sino perder la costumbre de seguir viviendo». Mientras la perdía, con su propia mano y su estilográfica de siempre, hilvanó las palabras de la colaboración que, pieza a pieza, le permitía ir tirando en lo económico y haciendo piruetas con las ideas.
Hace solo unos días se ha despedido de nosotros Ismael Medina, otro de los grandes de la pluma azul. Digo bien, se ha despedido porque cuando sintió llegar la hora le dictó a uno de sus hijos la última columna para su sección, «Corazón sin corazón», en El Correo de Burgos. Es un preciso y didáctico testamento profesional: «La opinión debe construirse desde el conocimiento de los hechos comprobados y no de la rumorología y los cotilleos de salón». En España ningún tiempo pasado fue mejor y a la vista están los resultados, pero quizá fueron mejores, más cabales y comprometidos, quienes nos precedieron, quienes desde las dos —¿inamovibles?— Españas, limpiaron mucha de la mugre del pasado para que hoy pueda ponerse en pie una España, renqueante y empobrecida, mejor que su precedente. La reflexión sobre ese pasado que se trata de ignorar por unos y revindicar por otros, dos formas de insensatez, puede ayudarnos a construir el futuro que, sin contumacia cainita, será rotundamente mejor.
(Escribo esta líneas en memoria de Jaime Campmany, que me predicó esas ideas, ganó un Cavia por su necrológica de César y era amigo de Medina)
La Falange y su entorno supo germinar grandes escritores, desde Agustín de Foxá a Eugenio D'Ors, cuyos nombres siguen proscritos. Pocos, como César González Ruano consiguieron superar los estigmas de su clasificación previa gracias a su perseverancia productiva. González Ruano murió en diciembre de 1965 y el día de su muerte apareció aquí, en ABC, su último artículo, en el que nos enseñó que «morir no es sino perder la costumbre de seguir viviendo». Mientras la perdía, con su propia mano y su estilográfica de siempre, hilvanó las palabras de la colaboración que, pieza a pieza, le permitía ir tirando en lo económico y haciendo piruetas con las ideas.
Hace solo unos días se ha despedido de nosotros Ismael Medina, otro de los grandes de la pluma azul. Digo bien, se ha despedido porque cuando sintió llegar la hora le dictó a uno de sus hijos la última columna para su sección, «Corazón sin corazón», en El Correo de Burgos. Es un preciso y didáctico testamento profesional: «La opinión debe construirse desde el conocimiento de los hechos comprobados y no de la rumorología y los cotilleos de salón». En España ningún tiempo pasado fue mejor y a la vista están los resultados, pero quizá fueron mejores, más cabales y comprometidos, quienes nos precedieron, quienes desde las dos —¿inamovibles?— Españas, limpiaron mucha de la mugre del pasado para que hoy pueda ponerse en pie una España, renqueante y empobrecida, mejor que su precedente. La reflexión sobre ese pasado que se trata de ignorar por unos y revindicar por otros, dos formas de insensatez, puede ayudarnos a construir el futuro que, sin contumacia cainita, será rotundamente mejor.
(Escribo esta líneas en memoria de Jaime Campmany, que me predicó esas ideas, ganó un Cavia por su necrológica de César y era amigo de Medina)
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